Edición Nº 1042 - Viernes 4 de julio de 2025

Pescar votos, hundir empleos

Viernes 4 de julio de 2025. Lectura: 6'

A esta altura, hay que reconocerle al gobierno y a la izquierda en general su pericia para el doble discurso: en público se proclaman los paladines de los trabajadores y la justicia social, pero en los hechos eligen mirar para otro lado mientras un puñado de sindicalistas fanatizados y violentos dinamita la fuente de sustento de miles de familias. Si el conflicto pesquero que lleva más de un mes paralizando la flota y dejando sin ingresos a más de 2.000 trabajadores —la mayoría mujeres jefas de hogar— hubiera estallado durante un gobierno de coalición, no quedarían micrófonos ni primeras planas disponibles para las críticas. Pero ahora, con el Frente Amplio sentado en todas las sillas del poder, reina un silencio escandaloso.

Este episodio retrata de cuerpo entero las prioridades del oficialismo. Mientras los barcos permanecen amarrados y las plantas procesadoras se apagan una tras otra, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social se dedica a oficiar de mediador tibio en un conflicto cuyo origen es tan evidente como indignante: el SUNTMA, un sindicato cuyo prontuario de prepotencia es bien conocido, decidió ignorar el convenio colectivo firmado hasta 2027 y bloquear la operativa de toda la industria pesquera con la excusa de exigir un tripulante adicional por embarcación. Se trata de un reclamo que no solo contradice los acuerdos vigentes, sino que implica costos operativos que muchas empresas no pueden absorber, sobre todo en una actividad ya golpeada por las inclemencias del mercado y la competencia internacional.

Pero el aspecto más grave no es económico, sino ético e institucional. No hay manera de maquillar el hecho de que un grupo reducido de dirigentes sindicales se ha erigido en patrón del puerto, arrogándose la potestad de decidir quién trabaja y quién no, quién cobra su jornal y quién se queda sin nada que llevar a su casa. Como bien dijo un trabajador en una de las manifestaciones espontáneas que se han sucedido en los últimos días: “Ellos son los que hoy deciden quién come y quién no”. ¿Puede haber un síntoma más claro de la podredumbre que se instaló en este conflicto?

Es la primera vez en la historia reciente de Uruguay que un grupo significativo de trabajadores no sindicalizados sale públicamente a repudiar una huelga que no los representa y que solo persigue fines de facción. Las imágenes de decenas de mujeres reclamando en la calle por el derecho elemental a trabajar —mientras los jerarcas del PIT-CNT repiten sus consignas vetustas— deberían sacudir la conciencia de cualquier demócrata auténtico. Pero no. Aquí parece que los derechos de los trabajadores importan únicamente cuando sirven de excusa para embestir contra gobiernos que no piensan como ellos.

El presidente Orsi, tan locuaz para pronunciar peroratas sobre la empatía social, no ha dicho una palabra con sustancia sobre este conflicto. El secretario de Presidencia, Alejandro Sánchez, que se presenta como “puente” con los actores productivos, ha preferido el silencio mientras las pérdidas económicas superan los 15 millones de dólares. El ministro de Trabajo, Juan Castillo, cuya biografía política entera se escribió al calor de la ortodoxia sindical, no ha logrado —o no ha querido— asumir su rol de garante de la legalidad y hacer cumplir el convenio firmado. Y mientras tanto, el ministro de Economía, Gabriel Oddone, se pasea por foros internacionales para “consolidar la confianza inversora”. ¿Qué confianza puede inspirar un país donde una industria entera puede ser secuestrada durante semanas por una patota que desconoce acuerdos?

Por supuesto, la retórica oficial intenta disimular la magnitud del problema. La directora Nacional de Trabajo, Marcela Barrios, declaró hace unos días que “no se da por agotada la gestión” y que “se involucra más actores en la negociación”. Todo mientras los barcos siguen inmóviles, los contratos comerciales se incumplen y los puestos de trabajo corren riesgo de extinción. Los ministros actúan como si el tiempo no contara, como si la desesperación de miles de hogares fuera un asunto administrativo que puede resolverse con otra mesa de diálogo, otro café tibio y otro comunicado que no dice nada.

Y mientras los que deberían hacerse cargo especulan y se encogen de hombros, la violencia y la impunidad siguen siendo parte del trasfondo. Para comprender la batalla campal sucedida en la Plaza Independencia ayer, con sindicalistas golpeando a la policía, basta recordar que en 2023 se conocieron videos grabados dentro de la propia sede del SUNTMA que mostraban a sindicalistas recurriendo a agresiones físicas y amenazas con cuchillos. En una de esas grabaciones, un militante gritaba y manoteaba un arma blanca mientras otros intentaban contenerlo; en otra, se ve a un hombre encerrando a otro en un cuarto para propinarle una golpiza. Aunque esos episodios ocurrieron antes del conflicto actual, sirven como retrato del tipo de prácticas que se han naturalizado en esa organización. La respuesta del sindicato, en su momento, fue tan patética como previsible: “Son hechos personales que nada tienen que ver con nuestra militancia”. Una coartada tan burda que no resiste un minuto de reflexión. Si un sindicato es incapaz de asegurar la convivencia pacífica dentro de su casa, ¿cómo pretende que se le reconozca autoridad moral para extorsionar a un sector entero de la economía?

Todo este episodio expone algo que muchos prefieren callar: la complicidad activa de buena parte de la izquierda con métodos sindicales que bordean el matonaje. Un gobierno serio, comprometido con el respeto a la ley, se plantaría con claridad. Ordenaría liberar la flota y sentarse a discutir en condiciones normales. Condenaría sin ambigüedad las prácticas extorsivas. Aplicaría las normas con la misma dureza con que se exigen los impuestos o se persigue al evasor. Aquí no: el Frente Amplio parece más preocupado por no incomodar a su base sindical que por defender la seguridad jurídica y la dignidad del trabajo.

No hay que confundirse: el problema no es que los trabajadores reclamen mejoras. El problema es que la dirigencia sindical se sienta legitimada para violar convenios, chantajear empresas, forzar paralizaciones y pisotear la voluntad de la mayoría de sus propios afiliados. Y peor todavía: que un gobierno elegido para representar a todos los uruguayos tolere o, en el mejor de los casos, consienta con su silencio esta barbaridad.

Es hora de que los responsables políticos salgan de su letargo. De que alguien en la Torre Ejecutiva se atreva a decir que la legalidad no es optativa. De que el ministro de Trabajo deje de mirar para el costado. De que se defienda la libertad de trabajar con el mismo fervor que se defiende la libertad sindical. Porque hoy la única libertad que parece importar es la de unos pocos cabecillas que decidieron que su voluntad está por encima de los acuerdos, de la ley y de los derechos de miles de compatriotas.



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