Cuando dialogar se convierte en falta disciplinaria
Edición Nº 1066 - Viernes 19 de diciembre de 2025. Lectura: 5'
Por Santiago Torres
Entre el dogma interno y la conversación democrática, la Democracia Cristiana chilena eligió el conflicto, maltratando a una de sus figuras consulares por el “pecado” de conversar.
La reciente elección presidencial en Chile, que consagró a José Antonio Kast como presidente electo, no solo abrió un nuevo ciclo político en el país. También dejó al descubierto una deriva preocupante en la vida interna de algunos partidos tradicionales, donde el diálogo comienza a ser visto como traición y la conversación con el adversario como una falta disciplinaria. El caso del expresidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle —hijo a su vez del expresidente Eduardo Frei Montalva, asesinado por la siniestra policía política del régimen militar— es, en ese sentido, profundamente revelador. Tristemente revelador.
Frei, ex Presidente de la República, exsenador, exembajador y una de las figuras más relevantes de la transición democrática chilena, enfrenta hoy un proceso ante el Tribunal Supremo de la Democracia Cristiana por haberse reunido, en su calidad de expresidente y en su domicilio particular, con José Antonio Kast durante la campaña de segunda vuelta. La directiva del partido calificó esa conducta como “de máxima gravedad” y resolvió suspender preventivamente su militancia, remitiendo el caso al órgano disciplinario.
El episodio adquirió mayor visibilidad luego de que, tras conocerse el resultado electoral, Frei señalara públicamente que Chile necesita conversación política y que, como ocurrió durante décadas, es necesario dialogar con quien la mayoría ciudadana eligió democráticamente como su presidente. No hubo respaldo explícito, ni llamado a votar, ni participación en actos de campaña. Hubo, simplemente, una defensa del diálogo institucional, del que el actual presidente Gabriel Boric es cumplido ejemplo.
Los descargos de Frei: una defensa política y jurídica
En su presentación ante el Tribunal Supremo de la DC, Eduardo Frei realizó un descargo extenso y severo, tanto en lo jurídico como en lo político. En primer lugar, cuestionó que la acusación no identifica con precisión qué norma estatutaria habría infringido, limitándose a reproches genéricos basados exclusivamente en la existencia de una reunión. Según Frei, ese solo hecho —conversar con un dirigente de otra corriente política— no constituye, por sí mismo, una falta disciplinaria ni vulnera los principios del partido.
El expresidente sostuvo además que el encuentro con Kast fue de carácter privado, solicitado por el entonces candidato, y que no implicó respaldo electoral, compromiso político ni acción alguna contra la Democracia Cristiana. En ese sentido, advirtió que sancionar una reunión de diálogo supone una restricción indebida a la libertad personal y política de un militante, más aún cuando se trata de una figura con responsabilidades históricas y de Estado.
Frei también denunció prejuzgamiento e irregularidades en el procedimiento, señalando que la directiva partidaria adelantó públicamente juicios de valor antes de cualquier investigación formal, afectando garantías básicas del debido proceso. Agregó que parte de los hechos invocados estarían prescritos y que la acusación carece de respaldo documental concreto, lo que dificulta ejercer una defensa efectiva.
En un plano más político, el expresidente fue aún más duro. Afirmó que no es él quien se ha apartado de los valores históricos de la Democracia Cristiana, sino que es el partido el que se ha alejado de su tradición de diálogo, pluralismo y vocación de mayoría. En una frase particularmente elocuente, sostuvo que la DC “es hoy una sombra de su pasado”, aludiendo a la pérdida de centralidad política y a una cultura interna crecientemente intolerante.
La polarización como enfermedad democrática
Más allá del desenlace que tenga el proceso disciplinario, el caso Frei expone un problema más profundo: la lógica de la polarización política, que transforma el diálogo en sospecha y la moderación en herejía. Cuando una fuerza política pretende sancionar a una de sus figuras más emblemáticas por intentar tender puentes con quien piensa diferente, el mensaje que se transmite es inquietante: hablar con el otro está prohibido.
La polarización no solo fractura a la sociedad; también empobrece a los partidos, los vuelve sectarios y los priva de pensamiento estratégico. En ese clima, las identidades se defienden por exclusión y no por propuestas, y el adversario deja de ser un competidor democrático para convertirse en un enemigo moral.
Chile conoce bien el valor del diálogo político. Fue precisamente la conversación entre adversarios, la renuncia a la lógica del castigo y la aceptación de la legitimidad del otro lo que permitió la recuperación democrática y décadas de estabilidad institucional, que sólo volvió a sacudirse cuando se olvidó esa lógica. Castigar hoy ese legado no es un acto de coherencia ideológica: es un síntoma de extravío.
La paradoja es evidente. Mientras el país inicia una transición presidencial con gestos de institucionalidad entre el mandatario saliente y el presidente electo, una parte del sistema partidario parece optar por el ensimismamiento y la sanción interna. En ese espejo, la Democracia Cristiana corre el riesgo de confirmar el diagnóstico más severo de Frei: dejar de ser un partido de vocación nacional para convertirse en una fuerza atrapada en sus propias fronteras ideológicas.
La democracia no se fortalece levantando muros, sino construyendo puentes. Y cuando tenderlos se castiga, el problema no es quién dialoga, sino quién teme al diálogo.
Por fortuna, por el momento Uruguay sigue siendo un ejemplo de lo contrario, como la ecuménica celebración del cumpleaños 90 del expresidente Sanguinetti lo acaba de demostrar una vez más. Pero, cada tanto, los rescoldos de los años de plomo pujan por volver a avivar las llamas, por lo que es bueno recordar que este presente que nos distingue como sociedad en el mundo necesita ser permanentemente regado.
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