Edición Nº 1034 - Viernes 9 de mayo de 2025

Una oportunidad divina: segundo acto

Viernes 9 de mayo de 2025. Lectura: 4'

Por Jonás Bergstein

Los memoriosos recordarán la expresión: fue empleada por Luis Lacalle Pou, entonces Presidente electo, cuando en los primeros días de enero 2020, en Punta del Este, anunció que al país se abría una coyuntura especialmente favorable para atraer inmigrantes, y, con ellos, inversiones: una oportunidad divina. Aunque el hoy Presidente saliente no lo dijo expresamente, se refería a la incertidumbre -política, social y económica- por la que atravesaban algunos países de la región.

Guiado por ese espíritu, durante los años 2020 y 2021 el Poder Ejecutivo (y también el Parlamento) sancionó un conjunto de normas que significaron un estímulo decisivo para la radicación (fiscal y física) de extranjeros en el país, continuando la línea iniciada por la administración de José Mujica primero y continuada luego por Tabaré Vázquez en su segundo mandato. La administración del último quinquenio remató esa tendencia: agregó el criterio mixto para la caracterización de la residencia fiscal -60 días de presencia física + 1 inversión inmobiliaria-, y al mismo tiempo extendió a 11 años el denominado tax holiday sobre la rentas financieras del exterior.

Los resultados están a la vista: el mercado inmobiliario se dinamizó, y, sobre todo, vino al país un contingente de inmigrantes que, sin representar mayores cargas para las arcas del Estado, trajo al país su poder adquisitivo, formación y cultura empresarial. Quien esto escribe, cree que los efectos favorables de ese flujo inmigratorio aún no fueron debidamente aquilatados en su justa y verdadera dimensión.

Hoy, transcurridos más de cinco años desde aquel lejano 2020, volvemos a vivir una constelación de factores algo similar, que vuelve a militar en el mismo sentido. Nos explicamos. Si 20 o 30 años atrás alguien nos hubiera dicho que ciudadanos norteamericanos e ingleses pensaban dejar sus países de origen para emigrar a Uruguay en búsqueda de un entorno social (cultural y político) más benigno, nadie se lo hubiera tomado en serio. Hoy en cambio, es una realidad: son cada vez más los estadounidenses que creen que en Estados Unidos las condiciones de vida han cambiado radicalmente (y para peor). Y son también cada vez más los europeos que entienden que Europa está agotada y que su pusilánime defensa de su propia identidad la ha sepultado en una crisis sin precedentes; Europa ha perdido su identidad, al decir de Pilar Rahola. De hecho ya son unos cuantos los pensadores que hablan de la muerte de Europa.

¿Qué les ofrecemos nosotros? Si se nos permite la licencia, el más preciado de todos los tesoros y recursos naturales: paz (Esto me recuerda cuando el mundo celebra que nuestros presidentes son honestos, como si acaso ése no fuera un pre-requisito mínimo imprescindible para acceder a la Presidencia de la República o a cualquier otra función).

Este año hemos cumplido 40 años de democracia ininterrumpida. Los índices de medición internacional invariablemente coinciden en rankear a Uruguay entre los primeros países en lo que hace a su calidad democrática, separación de poderes, libertad de prensa, independencia judicial y afines. De hecho, hace ya muchos años que nuestros Jefes de Estado han sido especialmente exitosos en la tarea de presentar al mundo esa visión de Uruguay como país modelo en términos de estabilidad, institucionalidad, neutralidad y tranquilidad, cualesquiera sean las reservas que quienes aquí vivimos podamos tener.

Esas cualidades que para nosotros hoy pueden parecer casi elementales o que damos por sentado, hoy en Occidente han pasado a ser una rara avis. Porque los efectos corrosivos de la invasión islamista en Europa, la guerra de Ucrania, los últimos resultados electorales en Alemania, las recurrentes crisis de los gabinetes formados en Inglaterra, y unas Naciones Unidas cada vez más alejadas del ideal democrático que las inspiró, nos hablan de un Occidente sentado encima de un volcán en ebullición permanente, y sobre todo, en franca decadencia. Al decir del recordado Guillermo Sicardi, un Occidente acobardado.

¿Qué debemos hacer? Absolutamente nada y absolutamente todo. Nada, pues nada debemos innovar en lo que a esos temas de fondo se refiere: nuestra misión no es otra que preservar esas conquistas de la cultura y de la democracia patria. Y todo, porque si bien a primera vista la faena pudiera parecer por demás sencilla -¿acaso no nos definimos todos como demócratas?-, a la postre esa preservación democrática es la meta más difícil de todas, un desafío permanente, de ayer, de hoy y de siempre, para todos y cada uno de nosotros. Porque la democracia es un hacer continuo: no se cuida sola (más bien todo lo contrario), y toca a todos los ciudadanos, sin excepción, la responsabilidad de custodiarla para pasarla a las nuevas generaciones.

Marchas como la del 8M y su monstruo diabólico, la incitación permanente a la militancia (en lo personal prefiero hablar de beligerancia), la confrontación como método, los abucheos al Presidente saliente tras entregar la banda presidencial a su sucesor (lo mismo había sucedido ya 20 atrás, cuando Jorge Batlle finalizó su mandato; hasta hoy no me perdonó haber asistido inmóvil a aquel triste espectáculo) son todos ejemplos de lo que no debemos hacer. Y si alguna duda aún pudiera caber, dirijamos la mirada hacia el Norte y veamos que está pasando en Europa: en qué se ha convertido la Europa que tanto estudiamos y que hoy se nos hace, tristemente, tan insoportablemente lejana.

La opción es de cada uno de nosotros.



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