Por Santiago Torres
El nota publicada ayer en “Búsqueda” vuelve a exponer la fragilidad estructural del sistema de inteligencia uruguayo y la necesidad de contar con una agencia profesional, independiente y sometida a control político efectivo, tal como exigen las democracias plenas.
El artículo de Juan Francisco Pittaluga publicado ayer por el semanario Búsqueda (“El gobierno prevé crear una agencia de inteligencia con funciones operativas, entre ellas contravigilancia”) vuelve a instalar un debate que Uruguay a dado en forma incompleta: cómo debe organizarse, controlarse y profesionalizarse la inteligencia en una democracia plena.
La inteligencia, en términos democráticos, no es espionaje cinematográfico ni vigilancia masiva. No es la Stasi. Es el proceso sistemático de obtención, análisis, evaluación y producción de información relevante para la toma de decisiones estratégicas del Estado.
No se trata de reunir datos al azar, sino de generar conocimiento procesado que permita anticipar riesgos, neutralizar amenazas, detectar vulnerabilidades y apoyar decisiones de alto nivel político, militar, diplomático y económico.
La inteligencia es un insumo imprescindible para la seguridad nacional, porque reduce incertidumbre en un entorno cada vez más complejo (ciberdelito, crimen organizado transnacional, injerencias externas, terrorismo, vulnerabilidades críticas, amenazas híbridas, etc.).
Todo Estado serio necesita servicios de inteligencia confiables, altamente profesionalizados y técnicamente competentes. Pero, por la sensibilidad intrínseca de su trabajo, dichos servicios deben operar con dos garantías simultáneas:
1. Rigurosa supervisión política y parlamentaria,
2. Estricto resguardo de la independencia técnica interna.
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Sin el control democrático, la inteligencia derivaría en arbitrariedades y desviaciones de poder.
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Sin independencia técnica, quedaría sometida al vaivén partidario o al uso político coyuntural.
El equilibrio entre ambos factores distingue a las democracias plenas de los sistemas opacos o autoritarios.
Uruguay necesita consolidar ese equilibrio.
La contrainteligencia, a su vez, es el conjunto de acciones destinadas a detectar, neutralizar o prevenir las actividades de inteligencia de actores hostiles (Estados, organizaciones criminales, actores híbridos, grupos extremistas). Su objetivo es impedir que terceros accedan a información sensible, penetren estructuras estratégicas del Estado o influyan ilícitamente sobre procesos institucionales.
La contravigilancia, por su parte, refiere a técnicas y procedimientos para identificar y evitar que personas o instalaciones sean observadas, monitoreadas o seguidas clandestinamente. Es un componente táctico indispensable para proteger fuentes, operaciones, autoridades y zonas críticas.
Ambas funciones requieren una profesionalización técnica que va mucho más allá de las capacidades policiales ordinarias.
La inteligencia estratégica, a su vez:
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analiza riesgos y amenazas de mediano y largo plazo,
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evalúa comportamientos geopolíticos,
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estudia actores transnacionales,
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proyecta escenarios,
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define alertas tempranas,
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asesora al Poder Ejecutivo en decisiones críticas.
La actual Secretaría de Inteligencia Estratégica del Estado (SIEE), creada por la Ley 19.696 y modificada parcialmente por la LUC, supuso un avance institucional, pero quedó a mitad de camino.
Hoy, la SIEE:
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carece de estructura profesional suficiente,
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no integra plenamente la información proveniente de todas las agencias,
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no ejerce una conducción efectiva sobre los servicios sectoriales,
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no cuenta con un marco operativo comparable al de las agencias de inteligencia de las democracias plenas.
Se necesita, entonces, transformar la SIEE en una agencia nacional de inteligencia, con estándares internacionales, régimen funcional propio, conducción técnica profesionalizada, personal especializado, protocolos estrictos, auditorías permanentes y, sobre todo, control parlamentario serio, no meramente formal (¿cuántos legisladores uruguayos se han especializado en el tema o, cuando menos, cuentan con asesores en la materia?).
En ese marco, la iniciativa del gobierno de avanzar hacia una reorganización profunda del sistema de inteligencia —tal como recoge Búsqueda— es correcta y necesaria.
Uruguay no puede seguir funcionando con un esquema fragmentado y subdimensionado. Requiere, en cambio:
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un organismo nacional de inteligencia estratégica,
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servicios sectoriales coordinados y especializados,
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protocolos claros de contrainteligencia y contravigilancia,
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independencia técnica garantizada,
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control político estricto pero responsable,
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y una cultura institucional acorde a las exigencias contemporáneas.
La seguridad nacional de un país pequeño depende, más que nunca, de su capacidad de anticipación. Y la anticipación solo es posible con inteligencia profesional, moderna y democrática.
La reforma, por consiguiente, es imprescindible. Y apoyar su implementación no es una cuestión partidaria, sino un imperativo republicano.