Un comisionado para la infancia y la adolescencia: ¿nueva institucionalidad o superposición de roles?
Viernes 26 de setiembre de 2025. Lectura: 3'
Por Laura Méndez
Crear un comisionado puede ser un avance, pero el riesgo de duplicar burocracia es tan grande como la deuda social que arrastramos.
En Uruguay hay 40.000 niños y adolescentes que trabajan, casi cuatro de cada diez sufren violencia en sus hogares y uno de cada cuatro vive en situación de pobreza. Son cifras que no admiten indiferencia. Frente a esta realidad, el Parlamento debate la creación de un Comisionado Parlamentario para la Niñez y la Adolescencia, proyecto impulsado por la senadora frenteamplista Blanca Rodríguez, con el objetivo de velar por los derechos de quienes más necesitan del Estado.
La iniciativa busca dar respuesta a lo que sus promotores —la bancada oficialista— definen como un “momento de emergencia”, en el que la infancia aparece como el sector más vulnerable frente a la pobreza, la violencia y la desprotección institucional. Se pretende instalar una figura capaz de escuchar, recibir denuncias, actuar frente a vulneraciones de derechos y supervisar el cumplimiento de las políticas públicas, además de poner en la agenda parlamentaria lo que muchas veces queda invisible: la vida cotidiana de niños y adolescentes que cargan con desigualdades estructurales.
El debate de fondo ya está planteado: ¿es necesaria una nueva institucionalidad para garantizar los derechos de niños, niñas y adolescentes, o se corre el riesgo de duplicar estructuras ya existentes?
El proyecto, compuesto por 28 artículos, ingresó a la Cámara de Senadores el 11 de junio. Ese mismo día fue derivado a la Comisión de Legislación y, posteriormente, el 17 de junio rectificado para ser analizado por la Comisión de Población, Desarrollo e Inclusión. Desde entonces, dicha comisión ha convocado a representantes de organismos vinculados al tema —entre ellos INAU y UNICEF— para recoger opiniones y consideraciones.
Por su parte, quienes respaldan la propuesta subrayan que un comisionado especializado permitiría dar mayor visibilidad a los problemas de la infancia, actuar con rapidez en situaciones críticas y ejercer supervisión independiente sobre organismos responsables como INAU, MIDES, la educación y la salud. También remarcan que, al aprobarse, nuestro país se alinearía con compromisos internacionales, como la Convención sobre los Derechos del Niño, que recomienda la creación de mecanismos de vigilancia autónomos.
Mientras tanto, los críticos advierten sobre posibles superposiciones de funciones con entidades ya instaladas, como el propio INAU o la Institución Nacional de Derechos Humanos. Señalan que, sin un presupuesto adecuado y sin autonomía política, la figura corre el riesgo de reducirse a un cargo meramente testimonial, administrativo en lugar de resolver urgencias. Entienden que primero habría que avanzar en la reglamentación de la Ley de Garantías de la Infancia y la Adolescencia, aprobada en setiembre del año pasado a impulso de la actual ministra de Salud, Cristina Lustemberg. También les preocupa la generación de expectativas desmedidas frente a problemas estructurales que ningún organismo por sí solo puede resolver.
Ahora bien, la experiencia comparada aporta lecciones. La ONU y la OEA recomiendan crear mecanismos de vigilancia independientes para garantizar los derechos de la niñez. En Chile, desde 2018 funciona la Defensoría de la Niñez, con un mandato de defensa activa, aunque al inicio fue cuestionada por falta de recursos. En Colombia y Perú existen defensorías especializadas dentro de las instituciones de derechos humanos. En Europa, países como Suecia, Irlanda y Noruega cuentan con Children’s Ombudsman que operan con amplia independencia, presentan informes anuales y acceden a datos, convirtiéndose en referentes de políticas públicas.
La aprobación de la creación del comisionado para la infancia y la adolescencia podría representar un paso significativo en la protección de derechos, siempre que su diseño evite la burocratización y asegure un impacto real. El desafío es claro: o se convierte en un actor central de supervisión y defensa de la niñez, o quedará como un gesto simbólico más en la larga lista de buenas intenciones parlamentarias.
La pregunta de fondo sigue abierta: ¿estamos dispuestos a darle a la infancia una voz propia en el Parlamento?
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