Se avecinan tiempos difíciles. Primero fue Ámsterdam, luego le tocó el turno a París: ¿cuál será la próxima?
Viernes 20 de diciembre de 2024. Lectura: 9'
Por Jonás Bergstein
Empecemos por Ámsterdam. En los primeros días del pasado mes de Noviembre, en Ámsterdam tuvieron lugar las revueltas antisemitas más violentas de las que en esa ciudad se tiene memoria en la época moderna (Paradojalmente, en la Segunda Guerra Mundial, en la Ámsterdam ocupada por el régimen nazi, docentes y estudiantes habían salido a la plaza a protestar contra la expulsión de sus pares judíos – otros tiempos). Veamos los hechos. En ocasión de un partido de fútbol entre un equipo holandés y otro israelí, la hinchada israelí fue atacada y perseguida por hordas árabes y musulmanas enmascaradas que clamaban la destrucción de Israel. Unos cuantos hinchas israelíes fueron heridos, algunos hospitalizados. En su inmensa mayoría tuvieron que huir y encontrar refugio allí donde pudieron; todos regresaron a Israel antes de lo esperado, en vuelos especiales fletados por el gobierno israelí. Los ataques fueron seguidos de disturbios en toda la ciudad. En Ámsterdam se decretó el toque de queda. (Colofón: El equipo israelí perdió 5 a 0; ¿qué habría sucedido si hubiera empatado?).
A la semana siguiente, en París, la otrora Ciudad Luz, los hinchas franceses boicotearon el partido que por la copa UEFA disputaban las selecciones de fútbol de Francia e Israel. Los parciales franceses efectuaron una convocatoria para no asistir al encuentro: el partido fue presenciado por 16,611 espectadores, el número más bajo de asistentes que el Stade de France registró desde que abriera sus puertas en 1998. Cuando se entonó el himno nacional israelí, la parcialidad francesa lo abucheó. El público parisino priorizó su rechazo a Israel -y su adhesión al terrorismo de Hamás-, antes que su adhesión al combinado nacional francés (Ni hablemos de su desprecio a sus compatriotas franceses judíos; de ellos, nadie se acordó ni levantó un dedo).
La pregunta del título, se impone: ¿cuándo y dónde acaecerá el próximo estallido? No hace falta ser demasiado perspicaz para responder a la pregunta. En parte porque -sobremanera a partir del 7 de Octubre- no hay un solo día del año en que Occidente no sea testigo de algún desafortunado ataque antisemita. Y en parte porque, precisamente por eso mismo, la pregunta ya ha sido contestada de la manera más irrefutable posible, que son los hechos: ya han ocurrido nuevos disturbios antisemitas de cierta entidad.
De muestra, un par de botones. El primero. El 22 de Noviembre, la asamblea de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) celebrada en Montreal, fue la excusa para que grupos anticapitalistas y anti-israelíes, liderados por “Divest for Palestine” (confieso que mi inglés ha de ser muy pobre, pues no alcanzo a entender su significado – poco importa: todo suma a la hora de sumarse al jolgorio), salieran a las calles a denunciar la alianza transatlántica por su presunta complicidad con el ejército de Israel (Sic - como se decía en mi época, “mi abuelita tiene un biombo”). No lo hicieron de manera pacífica: incendiaron coches, reventaron las ventanas de comercios, lanzaron bombas de humo y quemaron una esfinge de Benjamín Netanyahu, el Primer Ministro de Israel. Una versión en miniatura de la Kristallnacht del 38’. El segundo. Un par de semanas atrás, una sinagoga ortodoxa en Melbourne, Australia, fue incendiada por autores desconocidos; los responsables no han sido identificados aún.
Para nosotros, todo esto dice poco de los judíos y de Israel, y mucho de la decadencia de Occidente, de su democracia, de su Estado de Derecho y de la autoridad (que para nosotros son todas caras de una misma moneda). Baste pensar que fuera de Occidente -pensemos en India, Japón, Singapur, Corea del Sur y otros tigres asiáticos-, los desmanes antisemitas parecieran mucho menos frecuentes, o al menos no alcanzan la misma trascendencia. Más aún: en el propio mundo árabe -dejando de lado a Irán (y a lo que va quedando de sus secuaces)- las adhesiones a Hamás han sido bastante más tenues que en Occidente: seguramente en Occidente sabemos cosas que los propios árabes desconocen, vaya uno a saber cuáles. (Para nosotros las causas son otras: en algunos casos la propaganda islamista no ha penetrado; en otros, no siendo democracias plenas, no existe una izquierda ni una derecha susceptible de amplificar el discurso de odio; y en otros, se trata de países que conocen bien de cerca el peligro que representa el islamismo fanático). Más aún: en el Sur de Siria, tras la caída de la dictadura de Bashir-el-Assad, los árabes de la localidad de Hader en el Sur de Siria se apresuraron a pedir al gobierno israelí su formal anexión al Estado de Israel (Al día de hoy, el pedido está siendo considerado por el gobierno de éste último). En todo caso, valdría la pena que los voceros de Occidente nos explicaran cómo es posible que una minoría árabe pretenda ser acogida en el país del apartheid y del genocidio. Como escribiera un corresponsal extranjero, la cosa es muy simple: esos árabes saben la verdad.
Pero volvamos a los episodios que nos convocaban. Una cosa parece bastante cierta: la tendencia es tan ascendente como incesante. Las causas pueden ser múltiples: se habla de un antisemitismo instalado, de un plan deliberado de los islamistas radicales para instalar la guerra contra Israel y contra los judíos en el corazón de Occidente (Europa y Estados Unidos), del triunfo mediático del islamismo, de la alianza fatídica y nefasta de la nueva izquierda con el islamismo radical, de la potencia expansiva de las redes sociales al servicio del mal, de los populismos que han encontrado en Israel un objetivo común, de la crisis espiritual del hombre moderno (en ese sentido el antisemitismo se asemeja al marxismo: una explicación fácil que da respuesta a todo), de la instalación del mito palestino como el nuevo Che Guevara del siglo XXI (o sea: un símbolo o slogan que todos repetimos sin saber a ciencia cierta qué es lo que quiere decir), de la pérdida de los puntos de referencia, de la muerte de Europa y el fin de Occidente, de la crisis ética de las Universidades occidentales, de la lumpenización y vandalización de Europa, de la caída del nivel cultural del occidental medio, del posicionamiento de Israel y de los judíos como representantes emblemáticos del establishment (de eso que algunos llaman el supremacismo del judío-blanco-capitalista-heterosexual), de la demonización de los Estados Unidos en el seno de la propia pseudo-izquierda norteamericana (son los llamados “American progressives”), de la sorprendente identificación de los movimientos de diversidad-equidad-inclusión-LGBT con la causa palestina (tengo la esperanza de algún día poder llegar a entender la razón de esa inexplicable asociación), y de un largo etcétera.
Cualesquiera sean las causas, los resultados están a la vista y son bastante concretos: son los disturbios antisemitas que reseñábamos al comienzo, y a los que -a no dudarlo- habremos de asistir en los próximos tiempos. ¿Por qué esa certeza casi absoluta? Lisa y llanamente porque en Occidente no hemos hecho los deberes, no hemos hecho lo suficiente como para torcer el curso de los acontecimientos.
Sería injusto decir que no hemos hecho nada. Algo se hizo. Pero a juicio de quien esto escribe, no hemos sabido tomar el toro por las guampas: han sido pocos los gobiernos y las asociaciones civiles que han defendido a Occidente a capa y espada (este Correo de los Viernes ha sido uno de ellos, por qué no decirlo); no hemos aplicado las herramientas que la legislación anti-discriminatoria -tan trabajosamente lograda- han puesto a nuestra disposición (empezando por Uruguay); el centro -esa masa silenciosa de que hablaba Álvaro Delgado en su campaña- ha mantenido la pasividad de siempre (algún día ella también deberá rendir cuentas); y por fin, los líderes occidentales no han tenido el coraje de desafiar el discurso políticamente correcto (Han habido honrosas excepciones: Almagro y Milei son de ellas, por citar los más próximos). En síntesis: el mensaje del sistema ha sido tibio y tampoco hemos asistido a la movilización de respuesta que, a nuestro juicio, el tema impone.
Por lo mismo, no debemos llamarnos al asombro cuando nuevos empujes antisemitas hayan de estallar aquí y allá, especialmente en aquellos países desde cuya cúpula gubernamental se transmite un mensaje de permisividad (cuando no de solapado aliento).
Tenemos motivos para preocuparnos, aquí y en el resto del mundo. No tanto por la suerte de los judíos -lo dice esto un judío arrogante-, pues los judíos no somos más que los primeros destinatarios, las víctimas más inmediatas del mal y del odio. Pero en modo alguno somos las únicas. Está demostrado: el odio a los judíos empieza con ellos, pero rara vez termina con ellos. Los judíos podremos pasar un trance difícil, pero a fin de cuentas la resiliencia judía con seguridad habrá de poder superar el momento que hoy atraviesa (y que, tememos, habrá de empeorar en los meses venideros). Para nosotros es bastante más incierto el precio que la sociedad toda habrá de pagar. Primero porque el odio y la incitación son incapaces de reproducir otra cosa que no sea odio e incitación. Segundo, porque la construcción de una sociedad sana y próspera sólo puede asentarse sobre las mismas bases de las cuales los agitadores tanto reniegan: el trabajo, la solidaridad, el amor, la concordia. Y tercero, y esto lo explicaba muy bien Lord Jonathan Sacks, porque si descargamos en el otro o en el “ellos” la fuente de todos nuestros males -sean “ellos” el judío, Israel, Estados Unidos, los ricos, el capitalismo, los opresores, los que se la llevan de arriba y tantos otros más-, jamás podremos asumir sobre nuestros hombros la responsabilidad de construir nuestro propio futuro: podremos construir una casa, a lo sumo un edificio, pero nunca un país.
Se impone una vez más el llamado a la alerta máxima. No tanto por una convicción en el triunfo de las fuerzas del bien -pues ciertamente al día de hoy es difícil albergar esa convicción-; sino por la imperiosa necesidad de combatir el mal -el prejuicio, la discriminación, el odio, la desinformación y el fanatismo en todas sus formas- sin pausa y sin demora. El pensador argentino Santiago Kovadloff lo ha expresado con su característica lucidez: “No vamos a derrotar nunca la angustia que impulsa la discriminación. Pero aun así debemos combatirla, debemos intentar enfrentarla con eficacia, y es mucho mejor vivir combatiendo que presumir que uno se ha realizado, porque la tarea de uno es gerundial, es un siendo perpetuo”.
En nuestro medio, una nueva Administración se apresta a asumir funciones. Tiene una oportunidad única para tomar partido, para asestar un golpe a los agitadores, a los promotores del monstruo diabólico de la Marcha del 8M y así marcar la cancha a la primera de cambio. ¿Será ésta una utopía? Lo sabremos de aquí a poco.
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