Poder Narco y Estado en Uruguay
Viernes 21 de noviembre de 2025. Lectura: 7'
Por Elena Grauert
La medida de una sociedad se revela en cómo cuida a quienes no pueden alzar la voz.
La seguridad se ha convertido en uno de los grandes temas del siglo XXI. En América Latina, donde el crimen organizado opera con capacidad financiera, logística y militar sin precedentes, la disputa por el control territorial ya es una cuestión estructural. Uruguay, aunque aún lejos de los escenarios más extremos, no está inmune. Fingir que sí lo está sería una irresponsabilidad estratégica.
Es por ello que bregamos por un llamado a responsabilidad del poder político; es un tema que no se puede dejar pasar y debería haber un gran consenso nacional en cuanto a la forma de luchar contra ese flagelo.
Basta mirar lo que sucedió en Brasil, donde según algunos analistas casi el 60% del territorio en Río de Janeiro está bajo el poder de las bandas del narcotráfico.
El control territorial no significa ausencia total del Estado, sino algo más corrosivo: suplantación parcial de autoridad, capacidad de imponer reglas propias, extorsionar, cobrar “peajes” y operar con impunidad. Hay una clara lucha entre las bandas de narcotraficantes y la institucionalidad. La enorme capacidad económica y el uso de la fuerza llevan a que tengan una enorme capacidad de corromper a quienes tienen la responsabilidad de la seguridad y la justicia.
En ese marco, no debemos olvidar el ataque a la fiscal Mónica Ferrero o lo sucedido en el INR; ambos son muestras de la clara intención de amedrentar e imponer la ley de la fuerza y la violencia.
Lamentablemente, nuestro Puerto de Montevideo hoy es mencionado junto a Asunción y Rosario como uno de los puertos de salida de cocaína hacia Europa, lo que significa que es un lugar de fácil tránsito debido a la logística portuaria y los controles insuficientes.
Desde el año 2022, la tasa de homicidios se estabilizó en torno a 11 cada 100.000 habitantes. Lo que marca claramente que hay una violencia sostenida y que no decrece. La baja de hurtos, rapiñas y abigeato registrada entre 2019 y 2024 no logró modificar el núcleo duro del problema: los homicidios vinculados al narcomenudeo y a los ajustes de cuentas.
Las cárceles son centros desde los cuales manda el crimen organizado, y los grupos criminales apuntan a líderes barriales, comisiones vecinales y referentes comunitarios para controlar territorio y legitimidad social. Según una entrevista a Pablo Zeballos en el diario El Observador del 20 de octubre de 2025, titulada El crimen organizado va por los líderes barriales, se estaría viviendo en la “cuarta ola” de crimen organizado: el poder de los narcotraficantes se internacionaliza; no solo se ocupan del tráfico de drogas, sino además de otros tipos de actividades delictivas. Son bandas que toman los barrios por el poder de las armas y someten a su gente, muchos exconvictos que dentro de la cárcel se organizan y mandan afuera. Así cuentan que nacieron el PCC, Comando Vermelho y el Tren de Aragua.
El cierre de bocas o el combate al narcomenudeo y al ingreso de droga a cárceles —que aumentó la cantidad de mujeres presas— no logró derribar la barrera de bajar la criminalidad relacionada con las bandas criminales.
Es como si existieran dos países, con códigos diversos y con una tensión permanente: un país institucional, democrático, que aún conserva fortaleza estatal, y otro donde mandan actores armados con códigos propios, economías paralelas y una legalidad basada en el miedo. La ley del narcotráfico es matar o morir: las reglas son la antinorma, no hay contratos, hay coerción; no hay normas, hay dominio; no hay justicia, hay represalia.
Esta sórdida lucha que enfrentan los Estados muchas veces lleva a justificar gobiernos como el de Bukele. Ese tipo de enamoramientos frente a gobiernos autoritarios genera mucha violencia, Estados policíacos o militarizados que se transforman rápidamente en Estados de facto, donde se termina justificando todo. Lo que importa es el fin, el leviatán que atropella los derechos de las personas y, en nombre del fin, comete los atropellos más grandes, haciendo decaer las democracias republicanas.
También, como contracara, las democracias “naif”, de espaldas al problema y donde las personas no encuentran ni policía ni justicia que los ampare, terminan generando Estados fácilmente corrompibles por falta de garantías y respaldo a la seguridad. Esto genera un campo fértil para el crecimiento de bandas delictivas.
También lo han sido aquellos Estados populistas o dictaduras que transan con el narcotráfico para tener divisas rápidamente y cuya economía se basa en facilitar insumos y bases de operaciones para la delincuencia.
Las democracias que entregan derechos por seguridad terminan debilitadas, dependientes de liderazgos personalistas y expuestas a abusos irreversibles. La historia latinoamericana es clara en esto. Estas historias se repiten en forma constante, con fines y motivos diferentes, pero impera la pérdida de derechos. La fiesta del chivo, de Vargas Llosa, lo novela perfectamente.
Es imprescindible, en estos momentos, contar con una institucionalidad fuerte y poderosa, con políticas de Estado a largo plazo que no dejen avanzar el narcotráfico, con sociedades empoderadas; lo que significa que tengan educación y valores que las amparen. Son las sociedades las que deben estar fuertes para no caer. No basta solamente el Estado como actor: importa, y mucho, la sociedad civil que penetre y genere valores en defensa de la legalidad.
Es evidente que las penas deben ser duras contra dichas bandas; se debe contar con cárceles más garantistas, que interfieran en la generación y fortalecimiento de las bandas, tratando de inhibir las comunicaciones entre ellas y proteger a los más débiles de ser víctimas de extorsión.
Es fundamental tener control en todos los barrios con mucha seguridad policial, clubes deportivos, escuelas, liceos y policlínicas.
Se debe continuar la lucha cerrando las bocas, pero además aplicando mucha inteligencia policial, investigando el curso del dinero para reducir incentivos del narcomenudeo y protegiendo a los jóvenes de entornos violentos.
Las personas deben sentirse respaldadas, alejándolas de círculos de violencia, para que no sea negocio entrar en ese mundo por los riesgos y por la forma en que siempre termina: con muerte o con pérdida de derechos, quedando a la orden del matón de turno.
El no consumo y el cuidado de la salud mental son dos factores importantes para salvar vidas. Y eso solo se logra con mucha educación y control del barrio.
- Tecnología aplicada: scanners, análisis de riesgo, cooperación internacional, datos cruzados y trazabilidad.
- Reforma penal y protección institucional: castigos agravados a quienes ataquen a policías, fiscales o jueces.
Por último, también es fundamental el control de aduanas y de la hidrovía; estar equipados (lanchas, aviones) para que no sea fácil traficar por estas latitudes o para que resulte muy caro o riesgoso para su principal negocio. La compra de lanchas, hoy tan comprometida y atacada por el actual gobierno, es un clarísimo error, no solo porque nos deja sin armas para defendernos, sino también por el mensaje que da aflojando las políticas de control.
Hay que tener cada vez más controlado el espacio aéreo con drones y aviones. Es fundamental que haya un plan coordinado para defenderse de las bandas de delincuentes. El fortalecimiento y la reforma del sistema penal, tanto en la investigación del crimen como en el castigo severo a quienes atacan a la policía, fiscalía o justicia, es fundamental y debe ser de una rigurosidad ejemplarizante.
La competencia política no debe enturbiar la necesidad de idear una estrategia de lucha contra la generación de estas bandas que sea de consenso. Hoy Uruguay aún está lejos de otros ejemplos, pero la pelea la está perdiendo, y por cada uno que muere por ajuste de cuentas perdemos todos, porque avanzan ellos.
Esto es una guerra y no podemos dejar que pasen, porque se pierde en calidad de vida, en valores, en identidad como país. Debiendo tener bien presente, además, que los primeros que pierden —que ya están perdiendo— son los más débiles económica y socialmente, por lo que protegerlos es un deber imperioso, éticamente y porque perder esta guerra conlleva directamente la pérdida del Estado de derecho y de la democracia.
Por eso, es ahora cuando Uruguay debe tomar una decisión estratégica: defender su institucionalidad con firmeza, sin autoritarismos, sin ingenuidades, sin demoras. Es, literalmente, una cuestión de Estado.
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