Pinochetismo imaginario y progresismo de cartón: el relato del FA ante el balotaje chileno
Edición Nº 1062 - Viernes 21 de noviembre de 2025. Lectura: 4'
Por Santiago Torres
El Frente Amplio reduce un escenario político complejo a una disputa moral infantilizada.
La segunda vuelta presidencial en Chile desató el habitual ejercicio de exuberancia hiperbólica en el Frente Amplio, cuya declaración oficial sobre las elecciones en Chile interpreta el balotaje del 14 de diciembre como un enfrentamiento entre “la ultraderecha de corte autoritario que rememora la dictadura pinochetista” y “las ideas de progreso, igualdad y democracia”. El dramatismo del planteo surge de la distorsión histórica de presentar a José Antonio Kast como si hubiera sido ministro del Interior del dictador Augusto Pinochet, y a Jeannette Jara, integrante del Partido Comunista de Chile (¡nada menos!), como una suerte de socialdemócrata angelical.
Los procesos traumáticos tienden a generar relatos igualmente traumáticos, y Chile arrastra todavía las cicatrices del derrumbe de la Unidad Popular, el golpe de 1973 y la dictadura posterior. En ese ciclo, prácticamente ningún actor político, social o institucional quedó con un prontuario democrático inmaculado. Ni la derecha, ni la izquierda, ni siquiera el centro pueden reivindicar un expediente lineal. Es una historia compleja, atravesada por decisiones erráticas, radicalizaciones cruzadas y un clima de polarización que recuerda mucho a la España de la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura de Franco. Precisamente por eso resulta llamativo que, cincuenta años después, se reproduzcan etiquetas tan toscas, como si Chile estuviera condenado a repetir siempre el mismo guion sin matices. Por cierto no lo hizo España, donde actores carentes de toda credencial democrática parieron una democracia liberal ejemplar. Y no lo hizo Chile tampoco.
La declaración del Frente Amplio uruguayo incurre en esa simplificación. Presenta a Kast como un renacido pinochetista y a Jara como el vehículo exclusivo de la democracia, cuando el propio ecosistema político chileno se mueve en coordenadas mucho más complejas.
Es conocido que Kast reivindica el ordenamiento económico del Chile post-1973 y mantiene posiciones conservadoras en cuestiones sociales, pero eso no lo vuelve automáticamente un heredero institucional de la dictadura ni un actor que busque restaurar un régimen autoritario. Tampoco Jara es la encarnación incontestable del “progreso” democrático; se trata de una dirigente del Partido Comunista de Chile, fuerza que en su historia reciente, por no hablar de su pasado estalinista, ha convivido con una visión instrumental de la democracia y que todavía debate internamente su relación con los modelos políticos de Cuba o Nicaragua. Convertirla en símbolo inocente de la institucionalidad democrática sólo es posible a costa de ignorar su trayectoria real.
La exageración conceptual se vuelve todavía más evidente cuando se contrasta el panfleto partidario con las palabras del presidente Yamandú Orsi, quien ensayó una valoración mucho más sobria y rigurosa. Consultado sobre la primera vuelta, afirmó que “en Chile hay una tendencia que marca que hay un movimiento pendular entre la izquierda y la derecha, o centroizquierda y centroderecha, que sigue activo”. No habló de “ultraderechas”, ni de fantasmas pinochetistas, ni de cruzadas épicas por la democracia. Simplemente reconoció un dato objetivo: la política chilena se ordena, desde hace décadas, en un péndulo institucional que alterna administraciones moderadas de uno u otro campo, incluso cuando los candidatos provengan de fuerzas más nítidas ideológicamente. Ese diagnóstico no sólo es preciso, sino que evita el reduccionismo que tanto daño ha hecho a la comprensión de los procesos políticos.
El comunicado del FA incurre en una frivolidad similar a la que lleva a etiquetar como “ultraderechistas” —incluso por parte de muchos periodistas— a Javier Milei, Donald Trump o Giorgia Meloni, categoría que estas figuras no admiten y que, además, empobrecen el análisis político. No porque sus gobiernos no sean disruptivos ni controversiales, sino porque el concepto de “ultraderecha” ha terminado convertido en una bolsa sin rigor donde cabe cualquier actor que incomode a la izquierda. En vez de describir fenómenos reales, la etiqueta funciona como un espantapájaros retórico destinado a blindar identidades políticas internas. El caso chileno parece haberse convertido para los sectores frenteamplistas uruguayos en otro capítulo de esa batalla simbólica.
El balotaje del 14 de diciembre será un episodio importante en la política chilena, pero está lejos de representar esa batalla apocalíptica entre democracia y autoritarismo que imagina el Frente Amplio. Chile no está ante un retorno del pinochetismo ni ante una cruzada igualitaria sin sombras. Se trata de una competencia entre proyectos democráticos legítimos, con diferencias ideológicas claras, trayectorias controvertidas y liderazgos que generan adhesiones y rechazos, como ocurre en cualquier democracia madura. Convertir esa realidad en una caricatura impide ver lo que realmente está en juego: un país que intenta resolver sus tensiones internas sin quedar atrapado en la nostalgia traumática de su propio pasado.
El desafío debería ser analizar estos procesos con serenidad, sin repetir eslóganes heredados ni forzar interpretaciones que sólo alimentan la polarización. La historia chilena enseña que los excesos retóricos siempre terminan costando caro. Lo paradójico es que, medio siglo después, todavía haya quienes prefieran la comodidad de la épica antes que la exigencia de la comprensión. Pero viniendo de quienes viene, no sorprende aunque resulta triste y patético.
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