Edición Nº 1057 - Viernes 17 de octubre de 2025

Perú, otra crisis y la prueba de la institucionalidad

Viernes 17 de octubre de 2025. Lectura: 4'

La caída de Boluarte y la llegada de Jerí reabren el ciclo de inestabilidad política en Perú, aunque la economía muestra una solidez que resiste los vaivenes del poder.

Perú vivió en pocos días una nueva convulsión política que terminó con la destitución de la presidenta Dina Boluarte y la asunción de José Jerí como presidente interino, un episodio que resume la fragilidad institucional de los últimos años y, al mismo tiempo, pone a prueba la resiliencia económica del país. Las semanas previas combinaron escándalos judiciales, una escalada de inseguridad y movilizaciones masivas que empujaron al Congreso a actuar con rapidez —aunque no siempre con legitimidad ante la opinión pública— para abrir una salida constitucional a la crisis.

La destitución fue la culminación de una ola de descontento. A la sombra de un país con múltiples investigaciones por corrupción y con índices de aprobación presidencial en guarismos mínimos, detonantes recientes —entre ellos incidentes de seguridad pública que impactaron en la opinión ciudadana— terminaron por forzar la admisión de pedidos de vacancia. La votación en el Congreso abrió paso a una transición que ya enfrenta rechazo en las calles: colectivos estudiantiles, gremios y movimientos sociales han llamado a manifestaciones y a lo que algunos denominan una “insurgencia pacífica”, rechazando tanto a la salida institucional como a cualquier alternativa que conserve el statu quo en el Congreso.

En ese contexto, José Jerí —presidente del Congreso y figura ligada al partido Somos Perú— asumió la Presidencia interina. Jerí formó un gabinete marcado por nombres con experiencia técnica y por la promesa de priorizar la seguridad; designó, entre otros, a un ministro de Economía orientado hacia la estabilidad de mercados y a un primer ministro con formación constitucional, buscando transmitir un mensaje de continuidad institucional y un compromiso con el orden público hasta las elecciones previstas.

La reputación de Jerí, sin embargo, es controvertida y pesa sobre su legitimidad. Se han tramitado denuncias en su contra por violencia sexual; la causa llegó a tener medidas de protección y órdenes de tratamiento, y finalmente fue archivada por la fiscalía por falta de pruebas en una resolución que algunos sectores consideran polémica. Además, ha sido apuntado en señalamientos por presuntas irregularidades en la gestión parlamentaria. Es decir: la presidencia interina arranca con una paradoja llamativa: un dirigente identificado con posiciones conservadoras y con convicciones personales firmes —algunas fuentes reseñan su formación en espacios de la democracia cristiana y su perfil católico— que, no obstante, asume con sobre su espalda investigaciones y sospechas que erosionan su autoridad moral ante amplios sectores de la población.

Las protestas no son un fenómeno marginal. El llamado a manifestarse y a presionar por cambios estructurales —incluida la demanda por una asamblea constituyente o la disolución del Congreso— muestra que una parte significativa de la sociedad percibe el relevo en el Ejecutivo como una maniobra de las élites políticas más que como una respuesta a las demandas populares. Ese malestar contiene componentes legítimos —reclamos por justicia social, lucha contra la corrupción y por seguridad— y elementos de riesgo: tensiones que pueden desbordarse y que requieren diálogo institucional y garantías de derecho.

Aun así, y pese al tembladeral político, la economía peruana mantiene indicios de fortaleza relativa en la región. Los datos macro más recientes muestran que el país sigue registrando un desempeño superior al promedio latinoamericano en términos de crecimiento y ciertos indicadores de inversión, aunque los analistas llaman a la prudencia por la elevada exposición a choques externos y al impacto que la crisis política puede tener sobre la confianza y los flujos de capital. Esa condición económica —no exenta de fragilidades— ofrece una ventana de oportunidad: si los actores políticos preservan las señales de responsabilidad macroeconómica, será posible amortiguar el impacto social y mantener la estabilidad necesaria hasta las elecciones.

Frente a este panorama hay dos responsabilidades inmediatas. La primera es institucional: el nuevo gobierno de transición debe garantizar la protección de derechos, la libertad de expresión y el orden público sin recurrir a atajos autoritarios; la legitimidad democrática solo puede reconstruirse con transparencia, investigación imparcial sobre quienes estén acusados y plazos creíbles hacia la normalización política. La segunda es económica: los responsables políticos, más allá de sus diferencias ideológicas o personales, tienen el deber de no contaminar el rumbo macroeconómico con improvisaciones que dañen empleo, inversión y cohesión social. La designación de ministros con perfil técnico en el gabinete de Jerí indica que, al menos por ahora, hubo una lectura correcta de esa necesidad.

Perú está nuevamente ante una bifurcación. La renovación política que piden las calles no se logrará solo con cambios de nombre en el Ejecutivo; exige reformas que reduzcan la captura del Estado, mejoren la rendición de cuentas y aborden la emergencia en seguridad y desigualdad. Al mismo tiempo, perder la disciplina macroeconómica en medio de la crisis sería suicida para la población más vulnerable. Por eso, la defensa de la institucionalidad democrática y la preservación de la estabilidad económica no son objetivos contrapuestos: son dos caras de la misma responsabilidad con el país.



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