No da para más
Edición Nº 1043 - Viernes 11 de julio de 2025. Lectura: 4'
Por Julio María Sanguinetti
En el último partido clásico, un grupo de imbélices (no les llamo fanáticos del fútbol, porque no lo son) se dedicó a tirar bengalas adentro del Estadio. El resultado fueron dos policías heridos, uno de gravedad. Allí nos chocamos con el primer gran escollo: ¿cómo el Ministro del Interior puede decir que el operativo fue “perfecto” cuando tiene dos bajas en combate?
No conocemos personalmente al señor Ministro, pero su respuesta es de una frivolidad impropia de su cargo. Debería ya haber aclarado un poco sus dichos y reconocer las fallas que se dieron: para empezar, la introducción de los artefactos, que escapó a los controles y ni hablar de la presencia de enmascarados que desafiaron todo el partido a la autoridad, dejándola en ridículo.
Nos consta que en los últimos años todos los gobiernos han tenido intentos, de a ratos exitosos, las más de las veces fallidos. Pero el problema se agravó de modo profundo desde que se resolvió, hace veinte años, que la responssabilidad fundamental era de los dirigentes, que son los que siempre se la ligan, y que los espectáculos, pese a ser públicos y concitar multitudes, son privados y en consecuencia la autoridad no es responsable.
El episodio famoso del hincha de Peñarol tirando la garrafa desde lo alto de la Tribuna Amsterdam (también el Ministro Bonomi había dicho que el operativo estaba bien) o la persecución de un grupo de nacionalófilos yendo hasta Santa Lucía para matar a un hincha rival, fueron episodios que en su tiempo generaron conmoción. Ya entonces se había instalado la idea de que todo eran las “barrabravas” presuntamente alimentadas por las entradas que les daban los dirigentes y en consecuencia todo el mundo a lavarse las manos. Se habló y habló y ahí quedó.
Seré algo crudo: la bengala cayó en el sector de periodismo. Como los heridos son policías, apenas se ha hablado. El diario “El Observador” ha sido el único medio que se tomó la cuestión en serio. Si hubiera sido un colega periodista, estaríamos paralizando todos los medios de comuncación. Y tendríamos razón.
Allí está el gran tema: intervenir en la tribuna es muy riesgoso para la policía y cuando haya el menor machucón a un revoltoso, nacerá la monserga de la represión excesiva, el viejo reflejo anti-policía propio del sindicalismo revolucionario o la vieja mentalidad tupamara.
¿Tenemos que seguir resignándonos? ¿Seguirá callada, vergonzosamenste, la Asociación Uruguaya de Fútbol, oganizadora del torneo? ¿Tienen los clubes que seguir perdiendo millones de dólares por sanciones internacionales? ¿Tienen los espectadores que retraerse o cuidarse como si fueran a un barrio peligroso?
No es pensable que no se pueda controlar a doscientos o trescientos presuntos hinchas, a los que hay que proscribir de las canchas.
El Ministerio del Interior tiene que asumir toda la responsabilidad. El espectáculo es , comercialmente, un negocio privado, pero socialmente una congregación masiva que, por naturaleza, compromete el orden público. Hay que plantearse una accion en serio, a partir de una “inteligencia” bien organizada.
Quien le sigue en responsabilidad es la Asociación Uruguaya de Fútbol, escondida detrás de un biombo. Da pena.
Por supuesto, vienen luego los vilipendiados dirigentes de los clubes, a los que en su tiempo se les pedía que identificaran a los barrabravas y por supuesto nadie estaba dispuesto a protegerlos de previsibles represalias.
El tema requiere una gran acción oficial colectiva, del Estado, la Asociación, los clubes y la prensa para apoyar lo que sea necesario y terminar con esta historia, como ocurrió en Inglaterra, donde los “hooligans” se siguen creyendo sobrevivientes porque se emborrrachan en los pubs, pero no están más adentro de esos estadios en que no vemos “pulmones”, ni zonas prohibidas sino un público ordenado, incluso bien cercano a la cancha.
Existen sistemas de control. Mediante la identificación fácial es posible que las famosas “listas negras” de los clubes se hagan realidad y no entren más a los espectáculos públicos los revoltosos, los agresivos, los que descargan sus frustraciones haciendo daño. Por supuesto, las cámaras están pero ellas deben ser parte de un real sistema.
Estamos ante una cadena de elusiones, que empieza en el Ministerio y termina en la pobre policía, que naturalmente bien pocas ganas tiene de actuar cuando sabe que la acción en las tribunas es riesgosa y que los presuntos custodios de los derechos humanos están siempre prontos para apostrofarla al menor machucón.
No es buena política esperar un muerto. Se consagraría quien no solo lo evitara sino pusiera punto final a esta historia. No puede ser imposible.
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