Milei y el regreso del destino manifiesto argentino, ¿ante un nuevo espejismo?
Edición Nº 1018 - Viernes 29 de noviembre de 2024. Lectura: 4'
Argentina necesita humildad y multilateralismo. Con arrogancia y unilateralismo solo cosechará desconfianza y aislamiento, explica el historiador Zanatta en una interesantísima columna para Clarín que aquí compartimos.
Javier Milei está en la cima de la gloria. Todo le va bien, desde la baja de la inflaciĆ²n hasta el triunfo de Donald Trump. ¿Por qué, entonces, no pensar en grande? ¿En grandísimo? En Mar-a-Lago, Florida, Estados Unidos, entre VIPs y selfies, besos y abrazos, lanzó la internacional mileísta. Apoteosis.
El mundo está en guerra, explica Milei. Una guerra entre «dos grandes posiciones antagónicas». Curioso: el hombre que en el plano económico teoriza «el caos creativo del mercado», en el plano ideológico reduce el caos a un esquema binario, el más simple: la eterna lucha del Bien contra el Mal, la filosofía de la historia de todo mesianismo religioso, el maniqueísmo propio de todo autoritarismo político.
¿Qué “grandes posiciones”? El “partido del Estado” y “el partido de los ciudadanos libres”. Hay algo de verdad, pero poco de nuevo: la tensión entre Estado y ciudadano, autoridad y libertad, es tan antigua como el hombre.
¡Tan poco nuevo que su blanco polémico es el Manifiesto Comunista, escrito por Karl Marx en 1848! De ahí la retórica macartista, el lenguaje de Guerra Fría: en el «mundo libre» reina un «modelo de servidumbre», un «Estado opresor», la «distribución del dinero a punta de pistola», incluso la «colectivización forzada».
¿Es una representación ecuánime? ¿O un forzamiento ideológico, una narración apocalíptica al servicio de su mesianismo redentor? ¿No es una proyección global de un caso extremo, el argentino? Una cosa es reclamar un Estado más pequeño y eficiente, menos impuestos y más libertad de empresa, y otra muy distinta describir Occidente como un gulag: vamos, eso es mala fe.
Seamos claros: los últimos en poder quejarse son los más escandalizados, los sabiondos que cabalgaron la ola de la internacional chavista. ¡Se la buscaron, la internacional mileista, se la merecen! Es la némesis de sus hipocresías morales y devastaciones materiales, de sus abusos de poder y anhelos totalitarios.
Pero quienes lucharon contra la primera cuando tenía el viento en popa tienen todo el derecho a denunciar el mismo impulso absolutista en la segunda. Hay una guerra, insiste Milei, de «quienes están avergonzados de los valores de occidente, contra quienes estamos orgullosos de ellos».
Excelente. ¿De qué valores estamos hablando? La «libertad económica» está bien. ¿Democracia? Silencio. ¿Derechos Humanos? Silencio. ¿Pluralismo? Silencio. Al contrario: el Occidente mileista es un Occidente monista, una Jerusalén sin Atenas, un dogma sin herejes, una idea que excluye a las demás. El «legado occidental» exige para él una «restauración», el retorno a una edad de oro perdida, a la era predemocrática. Una vez más: el hombre que en el plano económico quiere el mercado y la competencia, en el plano de las ideas evoca el monopolio. Su libertad es la libertad de pensar como él. No veo cuál sea el «valor» occidental.
Como buen argentino, Milei es un economista liberal dentro de un peronista cultural. Un liberista autoritario, en definitiva. Como buen «anarco-libertario», desdeña el liberalismo laico y pluralista europeo y adhiere al religioso y puritano norteamericano. Desenfundando a los clásicos del nacionalcatolicismo, en Mar-o-Lago invocó la herencia judeocristiana y deleitó al auditorio citando a Martín Fierro.
La ilustración le es desconocida. Dudo que él lo sepa, pero su visión geopolítica, «los Estados Unidos liderando en el norte, la Argentina en el sur», es la misma, textual, de Perón. Que haya colocado a Italia, por el mero hecho de estar gobernada por una aliada, en la vanguardia de la «vieja Europa», es de risa. Dudo que los países vecinos vean con buenos ojos el regreso del «destino manifiesto» argentino.
Todo, de hecho, indica que más que el vehículo de una nueva y disruptiva visión del mundo, Milei es el moderno heredero del viejo nacionalismo argentino. Un nacionalismo agresivo pero infantil, resultado de la impotencia más que de la omnipotencia, de la frustración más que de la autoestima.
Afligido por el abismo entre lo que le gustaría ser y lo que es, es tan ansioso de reconocimiento que sobreactúa hasta el límite de la comedia, jugándose la credibilidad. El discurso de Milei fue tan rimbombante que más de uno le habrá dado un codazo al vecino: ¿sabías que los argentinos se suicidan lanzándose desde lo alto de su ego? Salvo dejar traslucir el síndrome de lustrabotas: «gracias por permitirme hablar aquí», por haber «salvado a la humanidad». ¡Vaya genuflexión!
La internacional mileista es un espejismo. Producirá popularidad de patas cortas, propaganda de corto plazo: ¡viva la Argentina potencia! Como la neutralidad en la Segunda Guerra Mundial, la tercera posición en la era peronista, la «recuperación» de las Malvinas manu militari: fuegos fatuos, daños permanentes.
Las amistades entre nacionalistas siempre han sido azarosas. Trump cultivará el proteccionismo, Meloni se aferrará a Europa, Netanyahu al sionismo, Orbán seguirá cortejando a Putin. Ninguno de ellos ha sido nunca liberal o liberista, y menos Vox, Le Pen o Bolsonaro. No es la «libertad» lo que les unirá, sino el odio al «enemigo» laico y liberal. Débil y vulnerable, Argentina necesita humildad y multilateralismo como panes. Pero con arrogancia y unilateralismo cosechará lo que siempre ha cosechado: desconfianza y aislamiento.
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