Mercosur–UE: el acuerdo que se anuncia, pero no se concreta
Viernes 5 de diciembre de 2025. Lectura: 4'
Por Alvaro Valverde Urrutia
El Acuerdo Mercosur–Unión Europea vive en una paradoja permanente: nadie lo descarta, pero tampoco avanza. Su existencia parece apoyarse en un compromiso tácito entre ambas regiones: mantener la idea latente aunque no existan condiciones reales para firmarlo. Esta situación, más política que técnica, explica por qué el proyecto se estira indefinidamente sin concretarse.
La brecha estructural entre los modelos productivos sigue siendo el nudo gordiano. Mientras la UE sostiene un entramado regulatorio denso, orientado a estándares ambientales, sanitarios y laborales muy estrictos, el Mercosur opera con reglas más heterogéneas y necesidades económicas diversas. Esta distancia condiciona la forma en que ambos bloques imaginan el comercio internacional y, sobre todo, sus temores. Europa teme por su agricultura; el Mercosur, por su industria. Ese choque fundacional impide que el acuerdo sea percibido como equilibrado en ambos sentidos.
El factor ambiental se ha convertido en una frontera política más que técnica. La UE ha situado su agenda climática como un eje de identidad, no negociable. El Mercosur, en cambio, interpreta varias de estas exigencias como barreras veladas que limitan su competitividad agroexportadora. No es solo una tensión normativa: es una colisión de prioridades. Para Europa, el clima es política interna; para el Mercosur, la competitividad del agro también lo es. Mientras esas visiones funcionen como definiciones de identidad, cada uno defenderá su postura como si fuera irrenunciable.
En medio de esta rigidez, la firma en diciembre de 2024 de un pilar comercial entre la Comisión Europea y el Mercosur fue presentada como una señal de avance, pero en realidad funciona más como un gesto diplomático que como un cambio sustantivo. Ese texto preliminar depende aún de la ratificación del Parlamento Europeo y de un clima político que hoy es desfavorable.
Su existencia confirma que la negociación no está muerta, pero también exhibe la falta de convicción dentro de la UE, donde pesan las resistencias agrícolas y ambientales que han frenado repetidamente cualquier paso definitivo. Más que un impulso real, el pilar comercial revela hasta qué punto la UE necesita mostrar disposición al diálogo sin asumir compromisos que puedan generar costos internos.
Las divisiones internas de ambos bloques impiden cualquier movimiento decisivo. En la UE, países como Francia, Irlanda o Austria frenan la ratificación; otros presionan por un acercamiento para asegurar acceso a materias primas y un socio confiable fuera de la competencia entre grandes potencias. En el Mercosur, las tensiones entre una visión más aperturista y otra más proteccionista vuelven imposible fijar una estrategia estable. Los acuerdos birregionales requieren cohesión, y ninguno de los dos bloques la posee.
El contexto geopolítico actual juega en contra de cualquier mega-acuerdo comercial. La ola de proteccionismo estratégico, la reindustrialización europea y la incertidumbre global reducen el interés por esquemas amplios de liberalización. El acuerdo, pensado en una era más optimista del comercio internacional, hoy compite con urgencias que no existían cuando fue concebido. Esa desincronización histórica entre el momento del diseño y el del intento de aprobación ayuda a explicar su fragilidad política.
Los incentivos para cerrar el acuerdo no son lo suficientemente fuertes. Aunque existe interés en ambos lados, ninguno está dispuesto a pagar el costo político de los ajustes que aún exige el texto para su firma. Esto genera un escenario que podría describirse como un empate negativo: nadie rompe la negociación, pero nadie la impulsa con decisión. Se mantiene viva por inercia y porque abandonarla abiertamente sería admitir un fracaso diplomático de gran escala.
Mi evaluación es que el acuerdo de asociación, tal como está diseñado, difícilmente se concrete. La probabilidad de que se ratifique sin una reformulación profunda es baja, no por falta de voluntad técnica, sino porque los factores que lo traban son estructurales, con identidades propias y geopolíticas. Lo más plausible es que el futuro depare entendimientos parciales, actualizaciones puntuales y cooperación sectorial, antes que la entrada en vigor del acuerdo político anunciado hace años.
El Mercosur–UE se ha convertido en un símbolo más que en un instrumento. Representa la aspiración de dos regiones a modernizar su relación, pero también la dificultad de hacerlo en un mundo que privilegia la seguridad y la autonomía sobre la apertura. Mientras esa contradicción persista, el acuerdo seguirá ahí: presente en el discurso, ausente en la realidad.
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