Los eternos refugiados árabes
Viernes 21 de noviembre de 2025. Lectura: 6'
Por Eduardo Zalovich
Una historia de exilios paralelos que aún condiciona la geopolítica del Medio Oriente.
A comienzos del siglo XX, Palestina era parte del Imperio Otomano. Una provincia atrasada y pobre. El nombre fue impuesto por Roma tras derrotar la rebelión macabea del 135 d. C. Convivían musulmanes, cristianos y judíos. Tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el Imperio Otomano se derrumbó y Gran Bretaña obtuvo el control de la zona por mandato de la Sociedad de Naciones. En 1917, Londres aprobó la Declaración Balfour, respaldando la idea de un “hogar nacional judío”, aunque su cumplimiento fue dudoso. Cuando el antisemitismo alcanzó niveles insoportables —pogromos en Rusia, discriminación en Europa—, tomó fuerza la ideología sionista. Nacido a fines del siglo XIX, promovió la inmigración a Palestina soñando con crear un estado judío en la bíblica tierra de Israel. Vale destacar la transparencia del objetivo sionista, en estos tiempos cuando muchos ignorantes lo usan como insulto.
Los hebreos eran minoría, pero su vínculo con la tierra era milenario, como también el de los cristianos. Los judíos comenzaron a llegar en oleadas. Compraban tierras, a menudo a precios altos a terratenientes árabes, las trabajaban y hacían progresar. De esa época surgen los famosos kibutz, aldeas agrícolas que hicieron florecer zonas desérticas. Los árabes locales vieron aquel desarrollo con recelo. Su líder, el Gran Muftí Haj Amin al-Husseini, un aliado de Hitler, llamó a la rebelión. Entre 1920 y 1939, hubo masacres, ataques a comunidades hebreas y fuertes represalias. El sueño sionista seguía en pie, pero su precio sería muy alto.
Entre 1939 y 1945 Europa cayó en la más profunda noche. Una guerra como nunca hubo, con más de 60 millones de muertos. La ridícula teoría racial nazi consideraba judío a cualquiera que tuviera un abuelo de ese origen, y así fueron asesinados incluso religiosos cristianos. Un caso famoso fue la hermana Edith Stein, alemana convertida al catolicismo y beatificada por el papa Juan Pablo II. Muy distinta fue la actitud silenciosa de Pío XII, que no denunció nada hasta la victoria aliada.
La tragedia del Holocausto cambió todo: la idea de un Estado hebreo pasó de ser un sueño político a una necesidad vital. Al mismo tiempo, la causa árabe quedó marginada en un mundo centrado en reparar la catástrofe europea, que causó millones de desplazados y cambios de fronteras nacionales.
El error palestino
En 1947, Londres aceptó que la violencia era incontrolable, y la ONU decidió dividir Palestina en dos estados: uno judío y otro árabe, con Jerusalén bajo administración internacional. Los judíos aceptaron el plan; los árabes lo rechazaron. La superficie total del territorio sumaba apenas 27.000 km², similar a la superficie sumada de Maldonado, Artigas, Paysandú y Colonia. Tanto Washington como Moscú la apoyaron, y Uruguay gobernado por Luis Batlle fue uno de sus principales defensores, con una destacada acción del diplomático Rodríguez Fabregat. También los blancos y el PS de entonces apoyaron la resolución.
En 1948 Ben-Gurión proclamó la independencia de Israel. Horas después, cinco ejércitos árabes invadieron el país. La guerra fue cruel. Contra todo pronóstico, terminó con la victoria judía.
Casi 700.000 palestinos huyeron, hecho que llaman Nakba (“catástrofe”). Israel, por su parte, tras rechazar la invasión, aumentó el territorio previsto por la ONU. Jerusalén quedó dividida entre Israel y Jordania, y las regiones destinadas al estado árabe pasaron a manos de Egipto (Gaza) y Jordania (margen occidental del río Jordán). En paralelo, otro drama ocurrió en sentido inverso: unos 850.000 judíos fueron expulsados de países árabes, siendo absorbidos por Israel. Así, dos pueblos quedaron marcados: los palestinos como refugiados en naciones musulmanas —que se negaron a integrarlos— y los judíos como ciudadanos israelíes.
Los palestinos fueron registrados por la ONU en una agencia especial, la UNRWA, creada en 1949. Sus descendientes, unos cinco millones, mantienen el estatus de refugiados, viviendo al principio en campamentos que ahora son barrios normales. El drama de ambos pueblos se refleja en su identidad nacional. Para los palestinos, la experiencia del exilio define su nación. Su relato histórico omite el hecho de que si hubieran aceptado la propuesta de 1947 tendrían su estado, al igual que Israel. Para los israelíes, su historia milenaria, las persecuciones y la necesidad de refugio legitiman su soberanía.
A lo largo de los años, diversos intentos de paz (Oslo 1993, Camp David 2000, Annapolis 2007) han fracasado.
En El Cairo, Trípoli, Bagdad o Damasco llevaban siglos viviendo, hablando árabe, componiendo música, escribiendo. Pero tras 1948, sus vecinos se volvieron enemigos. Sus tiendas fueron saqueadas, sus sinagogas incendiadas y sus casas confiscadas. La mayoría escapó a Israel, donde el joven Estado, pobre y rodeado de enemigos, los recibió. Vivieron en tiendas, en barracas, en condiciones duras, pero estaban libres. Y juntos —judíos europeos y orientales, sobrevivientes y recién llegados— reconstruyeron un país de la nada.
Dos pueblos, enfoques opuestos
La diferencia entre ambos éxodos es abismal. Los refugiados palestinos fueron mantenidos en campamentos por sus hermanos árabes. Los países que los acogieron —excepto Jordania— les negaron la ciudadanía, esperando que su miseria sirviera como arma política contra Israel. La UNRWA, una agencia especial de la ONU, se encargó de ellos, pero en lugar de integrarlos, perpetuó el concepto de "refugiado heredado", algo único en el mundo: los hijos, nietos y bisnietos de quienes huyeron en 1948 siguen siendo considerados refugiados.
En cambio, los refugiados judíos de países árabes fueron absorbidos por Israel. No hubo una agencia internacional, ni campamentos permanentes, ni subsidios eternos. Hubo trabajo y una voluntad inquebrantable. En una generación, esos inmigrantes eran maestros, médicos, periodistas, militares, políticos.
Hoy, casi ocho décadas después, las heridas siguen abiertas. Los palestinos reclaman el “derecho al retorno” a las aldeas de 1948, algo que Israel no puede aceptar sin renunciar a su identidad judía. Mientras tanto, Israel se ha convertido en una democracia vibrante, donde conviven judíos de cien orígenes distintos y también ciudadanos árabes y cristianos con plenos derechos. El mundo árabe, lentamente, ha comenzado a reconocer la realidad. Los Acuerdos de Abraham entre Israel y varios países árabes mostraron que la reconciliación es posible cuando se supera el odio y se mira hacia el futuro.
Tanto el pueblo judío como el palestino conocen el dolor del exilio. Ambos perdieron hogares, ambos soñaron con regresar. Pero mientras unos se reconstruyeron con esfuerzo, otros fueron condenados —por sus propios líderes— a vivir del pasado. La elección es de enfoque: el sufrimiento puede ser una cárcel o un motor. Israel eligió que fuera un motor. De las cenizas del Holocausto nació un país que floreció: agrícola, tecnológico, fuerte y democrático. Los judíos del mundo, al mirar hacia Israel, ven no sólo un Estado, sino una respuesta a su historia: nunca más serán refugiados por no tener quien los reciba. Millones de gentiles apoyan esta visión.
Israel no nació del despojo, sino del retorno. El día que los pueblos árabes reconozcan este hecho, se alcanzará la paz. Y habrá que seguir buscando la fórmula en que los palestinos se gobiernen a sí mismos, logrando a su vez fronteras seguras para Israel. Quizás la actual tregua, tras dos años de guerra, permita hallar la solución.
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