Edición Nº 1050 - Viernes 29 de agosto de 2025

Las raíces coloradas

Viernes 29 de agosto de 2025. Lectura: 7'

Por Julio María Sanguinetti

Historia y política: cómo el Partido Colorado se forjó en la defensa de la libertad y la República.

Mucho se ha hablado de los partidos fundacionales, en estos días de celebraciones patrias, que durarán los cinco años que van desde 1825 hasta la Jura de la Constitución de la República en 1830 y la primera presidencia de Fructuoso Rivera. No es malo ni extraño hacerlo, porque su presencia es muy temprana en la configuración de nuestro Estado, y de sus definiciones y luchas nacerá nuestra República.

El artiguismo, en ese periplo que va desde 1811 hasta su aplastante derrota en 1820, dejó —sin embargo— un legado fundamental en el espíritu de quienes en su tiempo le siguieron: Rivera, Lavalleja, Estanislao López, Francisco Ramírez, más allá de los desencuentros que entre ellos tuvieron. Por eso no es posible pensar en el impulso federal argentino sin él, ni en Uruguay hablar de su republicanismo sin evocar nuestras Instrucciones del Año XIII, primer gran código institucional.

En nuestro caso, el Partido Colorado es el partido de Fructuoso Rivera; con él nace y se perfila, se definirá ideológicamente en el período de La Defensa y se transformará luego en un partido indisolublemente ligado al Estado democrático, que alcanzará en el siglo XX, con Batlle y Ordóñez, el apogeo de su reformismo. Este período, de tan profundos cambios, solo fue posible dentro de un Partido Colorado ya definido como liberal, laico, policlasista, de inclinación social, visión universalista y un humanismo filosófico que lo separará nítidamente del Partido Nacional.

Yendo a sus raíces, sobre las que el jueves pasado hablamos con Ana Ribeiro en nuestra Casa del Partido, las rastreamos en el Rivera artiguista. Allí se van produciendo las diferencias que afirman, de un lado y otro, una idea, un sentimiento.

En 1817 se vive un momento muy difícil, por la influencia porteña, que alienta la invasión portuguesa. Sarratea primero, Pueyrredón después, serán los que prefieran el dominio extranjero a la expansión de un artiguismo para ellos anárquico. Los ganaderos y comerciantes venían ya declinando en su apoyo, se sentían despojados, fatigados por el expolio de la guerra. Por eso los Oribe y Bauzá, contemplativos con Buenos Aires, chocan con Artigas y pactan con Lecor su salida del territorio oriental al frente de sus fuerzas de infantería y artillería.

Había también algo personal: un cierto resentimiento a la preferencia que Artigas le había conferido a Rivera y también el rechazo a una actitud en que seguía fielmente a Artigas: su permanente rechazo a la hegemonía porteña.

En 1820 se vive otro gran encadenamiento de la historia. Artigas está completamente derrotado. Lo han vencido los portugueses y su viejo aliado entrerriano, Francisco Ramírez, con el que se enfrenta en un triste final. Se marcha a Paraguay. Lavalleja, Bernabé, Otorgués, estaban presos en la Isla das Cobras. Solo quedaba él con un poder “quimérico”, como dice Lecor. Pero pacta un armisticio porque sabe que solo de ese modo tendrá una campaña pacificada. Rivera arranca compromisos: mantener su fuerza armada, preservar a los poseedores de la tierra y liberar a los jefes presos. Se “trata de sacar partido de nuestra misma esclavitud para, en tiempo oportuno, darle al país la libertad perdida”. En medio del naufragio trata de salvar lo posible, para “proteger a sus paisanos en desgracia”. Hizo lo que hace un real líder: defiende a su gente y mantiene vivas las posibilidades del retorno porque queda la fuerza oriental. Es la ética de la responsabilidad de Max Weber en su mayor expresión. Ella acompañará para siempre al partido, que nunca se irá detrás de sueños ilusorios sino que siempre estará al servicio de “lo posible” en la defensa de sus ideales.

En esos años, protegiendo a su gente, la popularidad de Rivera se erige en verdadero liderazgo nacional. Ya hay un jefe y algo más que una facción: un partido que tiene claros sus objetivos. Pasa a encarnar lo que Óscar Padrón Favre, en feliz definición, llama “el artiguismo posible”.

Vendrán luego los acontecimientos de la Cruzada Libertadora de Lavalleja, a la que aporta su viabilidad. Sin él, como en 1823 se había demostrado, no hay posibilidad. En Rincón deja a pie a los brasileños. En Sarandí comanda el ala izquierda junto a Lavalleja en el centro. Allí, conforme a la declaratoria del 25 de agosto de 1825, volvemos a las Provincias Unidas. Buenos Aires solo acepta nuestro retorno después de Sarandí, y allí forma lo que llamó el “Ejército Nacional” cuando el Imperio declaró la guerra. Volvemos a lo mismo: quitar autonomía militar a los orientales y ahí Rivera es defenestrado nuevamente.

Después de Ituzaingó, al que siguió un empate de posiciones, reaparece en 1828 de modo fulgurante. La campaña de las Misiones es una operación más política que militar, que define la independencia. Lucas Obes, años después, dirá que allí nació el Partido. Se convence al mediador británico y al Emperador de que no hay otro camino que la independencia de la Provincia Cisplatina. Y así se organiza un gobierno provisorio y hay una elección, en que Rivera se impone largamente a un Lavalleja resentido hasta casi el final de su vida. Por eso se levantará en armas en 1832 y luego dos veces más, siempre con apoyos de afuera, especialmente de Rosas, que no reconocía la independencia de Bolivia y Paraguay y acariciaba una revancha en la vieja Provincia Oriental hoy devenida república independiente. Había llegado al poder en 1829, cuando ya Dorrego había aceptado la independencia.

Rivera, presidente, apoya a Oribe para sucederlo. Éste le quita el cargo militar que él mismo había votado y, alejándose de la ley y de la lealtad a los compromisos, lo reimplanta con su hermano al frente. Rivera se subleva, finalmente le vence y Oribe es instrumentado por Rosas para desatar la llamada Guerra Grande, el mayor episodio del siglo XIX, el más definitorio. Como dice Barrán: “la lucha entre unitarios y colorados coaligados contra federales y blancos era, entonces, una guerra ideológica”. Los jóvenes liberales montevideanos y porteños, junto a Garibaldi, se sentían defensores de “la Ilustración”, del universalismo republicano frente al retroceso simbolizado en la tiranía rosista. Los nueve años del sitio le dan a la Defensa un aura romántica, con el símbolo de Joaquín Suárez entregando su fortuna a la causa de la libertad. Los sitiadores se considerarán “americanistas” por su oposición a las intervenciones europeas; los sitiados, liberales y republicanos, por impedir el retorno al absolutismo y a una suerte de nacionalismo feudal comandado por la Provincia de Buenos Aires que gobernaba el tirano. Eduardo Acevedo sentencia: “La Defensa de Montevideo salvó la civilización del Río de la Plata contra la barbarie militar de Rosas”. A su vez, Luis Alberto de Herrera dirá: “Fue un gran error del presidente Oribe asociarse a la situación sombría presidida por Rosas y comprometer sus positivas glorias, convirtiéndose en instrumento de aquel tirano”.

Ya estaban definidas entonces las raíces coloradas, más allá de las divisas que ostentaron en 1836 los combatientes de Carpintería. Contradiciendo interpretaciones clasistas muy a la moda, el Uruguay se forjó con partidos abiertos, policlasistas, de raíz popular. No fue una oligarquía sustitutiva de la virreinal, como pasó en el resto de América, y las raíces coloradas son bien claras.

La independencia se la afirma de todos, tanto de brasileños como de porteños. Confederación como Artigas, sí, pero jamás gobierno de Buenos Aires. La libertad política, la libertad de prensa de propios y extranjeros, la laicidad republicana, las tierras para sus poseedores, el humanismo filosófico, la protección de los más débiles, el patriotismo como sentimiento y no el nacionalismo resistente a las ideas de progreso que vienen de afuera, el Estado democrático como centro de la organización de la sociedad.

En esa matriz colorada más tarde se instaurará el Batllismo, impensable en otro partido que no fuera el de Garibaldi, Rivera y Joaquín Suárez. Son las raíces.



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