La investidura presidencial
Edición Nº 1059 - Viernes 31 de octubre de 2025. Lectura: 3'
Cuando la palabra presidencial se usa a la ligera, lo que se compromete no es un gobierno, sino el país.
En toda república democrática, el respeto a la investidura presidencial no es una formalidad ni una cuestión de protocolo: es una garantía de estabilidad institucional. Las discrepancias, los debates y aun los enfrentamientos políticos son parte del juego democrático, pero deben desarrollarse dentro de un marco de respeto a quien encarna, en ese momento, la voluntad popular expresada en las urnas. La figura del presidente pertenece menos al individuo que la ocupa que a la propia institucionalidad del Estado.
Ese deber de respeto alcanza, por supuesto, a los opositores del gobierno, a los medios de comunicación y a la ciudadanía en general. Pero, con más razón aún, compromete a quienes forman parte del oficialismo y, muy especialmente, a los integrantes del propio gobierno. Son ellos quienes deben cuidar la figura presidencial, preservándola de los errores, las precipitaciones o las maniobras que puedan erosionar su autoridad o exponerla innecesariamente.
La lamentable saga del affaire Cardama demuestra, con claridad meridiana, que eso no se ha entendido. La decisión de utilizar al presidente Orsi como vocero del anuncio sobre la rescisión del contrato con el astillero español fue un error político de magnitud. La forma improvisada y contradictoria con que viene manejando el tema no solo afecta la credibilidad del gobierno, sino que comprometió innecesariamente la palabra presidencial.
Nunca se debió colocar al presidente en el centro de una operación tan confusa. Porque cuando la figura del jefe de Estado se asocia a decisiones precipitadas o reversibles, quien pierde no es solo él: pierde el país entero. La palabra presidencial, por definición, debe ser la palabra definitiva. Si ahora el propio gobierno —como parece insinuarse— advierte la necesidad de retroceder, abrir una mediación o buscar una salida negociada con Cardama, ¿cómo hacerlo sin que la investidura presidencial quede debilitada? ¿No comprendieron que a un presidente no se lo puede ubicar en un callejón sin salida, o con una salida poco digna, sin que eso afecte la imagen y el prestigio del Uruguay?
Y el primero que debe entender la magnitud del peso institucional, político y simbólico de la investidura presidencial es el propio profesor Yamandú Orsi. No lo demostró cuando aceptó encabezar aquella malhadada conferencia de prensa de la semana pasada. Y no lo hizo ahora, al responder a las críticas del expresidente Lacalle Pou con una frase impropia de su cargo: “También puedo pensar que a él lo arrastró un amor no correspondido”. Un presidente no puede incurrir en semejantes exabruptos. Ese tipo de deslices verbales solo parecía tolerarse en José Mujica, aunque incluso entonces dañaron la solemnidad del cargo, el prestigio de la función presidencial y la cultura cívica del país.
El respeto a la investidura no significa acatar sin crítica, va de suyo. Significa comprender que, en democracia, la autoridad del presidente no se confunde con su persona, sino que representa la continuidad y la dignidad del Estado. Socavarla —desde la oposición, desde el oficialismo o, peor aún, desde el propio gobierno— es debilitar la república. Y una república sin respeto por sus símbolos y por sus instituciones, es una república en riesgo.
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