La comunicación presidencial y el costo político de la improvisación
Viernes 12 de diciembre de 2025. Lectura: 3'
Por Juan Carlos Nogueira
La falta de claridad verbal puede terminar convirtiéndose en falta de claridad política.
En la retórica del presidente Orsi se percibe un patrón persistente de dificultades para articular ideas con precisión, especialmente en situaciones espontáneas. Incluso en discursos preparados y leídos —donde el margen de error debería ser mínimo— incurre en tropiezos que refuerzan la percepción de falta de control sobre su propio mensaje.
En entrevistas y declaraciones públicas, la escena se repite. Al responder, demora en alcanzar el concepto central, encadena muletillas (“bueno, en realidad, lo que pasa es que…”), inicia frases que abandona a mitad de camino o corrige sobre la marcha ideas apenas esbozadas. Con frecuencia resulta difícil identificar una oración completa con sujeto, verbo y predicado claramente definidos.
El efecto más evidente es que cada pregunta parece tomarlo por sorpresa. Da la impresión de que va construyendo sus ideas mientras habla, en lugar de comunicar conceptos previamente madurados.
Sus balbuceos —esa combinación de autocorrecciones, búsquedas de palabras, silencios rellenados con latiguillos y una gestualidad excesiva— terminan sustituyendo la claridad por un esfuerzo visible, aunque estéril, por alcanzarla.
El lenguaje corporal tampoco ayuda. La postura, los movimientos ansiosos y los gestos amplificados transmiten incomodidad y cierta inseguridad discursiva. Frente a preguntas concretas, suele responder desde lo anecdótico, derivar hacia asuntos tangenciales o extenderse sin dirección clara. Y cuando la narrativa se diluye, la autoridad también.
Esta forma de comunicación impacta negativamente en entornos donde se valora la precisión, la firmeza y la capacidad de síntesis. La impresión que queda es la de alguien que habla mucho, pero concreta poco.
El problema no es meramente estético: es político. La claridad verbal suele asociarse —con justicia o no— a claridad mental. Un líder que no concreta puede ser percibido como alguien poco preparado. En un contexto donde la ciudadanía exige definiciones rápidas y contundentes, esta indecisión expresiva alimenta interpretaciones negativas amplificadas por redes sociales y opositores. Los clips editados de sus vacilaciones se viralizan con rapidez, consolidando una imagen difícil de revertir, de líder que no está listo para el puesto.
Habiendo reconocido su “estilo” retórico en el reciente almuerzo de ADM, en lugar de buscar alguna forma de fortalecer esa flaqueza, redobla la apuesta anunciando que seguirá fiel a su forma de comunicación.
Para cierto público, su estilo puede interpretarse como espontáneo o humilde. Pero para un observador neutral, la impresión dominante es la de improvisación y escasa preparación.
Otra evidencia de esta fragilidad comunicacional es la frecuencia con que sus allegados deben salir a aclarar declaraciones que generan ruido. Las aclaraciones son herramientas válidas cuando son oportunas, sinceras y hechas por quien corresponde. Pero cuando se convierten en una rutina de “apagar incendios” tras cada intervención presidencial, el problema deja de ser coyuntural para volverse estructural. Los mensajes poco meditados y un estilo reactivo crean controversias en lugar de evitarlas.
En política, este comportamiento se interpreta como falta de dominio del mensaje, y peor aún, como falta de rigor. La consecuencia es inmediata: disminuye la percepción de fiabilidad. El público termina dudando si lo dicho refleja realmente su postura o si se trata de un desliz más.
Incluso entre simpatizantes, este tipo de comunicación erosiona la confianza. Un líder que improvisa en exceso se percibe como alguien que no domina los temas que aborda. Y cuando sus voceros terminan ocupando más espacio que el propio presidente, la percepción de debilidad termina desplazando cualquier otro atributo discursivo, algo difícil de revertir.
Lo inquietante es que esta fragilidad comunicacional emerge cuando el presidente Orsi aún no cumple un año en el cargo. En un tiempo político que exige definiciones claras, cada vacilación erosiona su autoridad. Y mientras el país reclama certezas, el presidente sigue buscando las palabras.
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