Grandes como la escuela
Viernes 7 de noviembre de 2025. Lectura: 2'
Por Susana Toricez
En la inmensidad del campo, una escuela rural recordó que el amor por la patria también flamea en silencio, entre niños, maestras y banderas nuevas.
Solía acompañar a mi padre cuando, por trabajo, concurría a diferentes establecimientos de nuestra campaña profunda.
Allí, en esos lugares donde los pocos habitantes están alejados de cualquier centro poblado, pude apreciar de cerca mucho esfuerzo, voluntad, respeto y amor por el trabajo. Pero, sobre todo, vi en aquellos compatriotas algo cada vez más escaso: vi amor por su tierra.
Cierta vez, al pasar por una escuela rural, casi en medio de la nada, mi padre y yo bajamos a saludar.
Dos maestras y una docena de alumnos eran toda la población escolar que concurría a diario.
Para llegar allí cruzaban cañadas, montes, puentes y, seguramente, varias porteras.
Nos contaron que allí ordeñaban para desayunar y recogían hortalizas y huevos para sus almuerzos.
En el local escolar todo lucía modesto, pero impecable. El lugar tenía una especie de amorosa pulcritud. Solo los símbolos patrios se veían opacos y desgastados, pero aun así flameaban dignamente en el techo y sobre la entrada principal de la escuela. Sin embargo, era evidente que esas banderas necesitaban un recambio.
Mi padre se ofreció para hacer las gestiones necesarias para que la escuela tuviera los tres pabellones nuevos: la Bandera Nacional, la Bandera de Artigas y la Bandera de los Treinta y Tres.
Él logró su objetivo y fue también el encargado de hacerles llegar la adquisición. Cada una de las banderas venía en un elegante estuche. Luego me contó lo felices que habían quedado en la escuela al recibirlas.
Cierto tiempo después volví a recorrer aquella zona. Era un 19 de junio.
Con gran alegría pude divisar desde lejos las impecables y fuertes banderas flameando al viento. Como estaban en pleno campo, se veían mucho antes de que se pudiera distinguir con claridad a qué lugar pertenecían.
Al llegar, la escuela mostraba un movimiento inusual. Padres, familiares, alumnos y maestras, vestidos con sus mejores galas, se disponían a cantar el Himno Nacional en honor a nuestro prócer.
Como el techo del local escolar era bajo, siempre recordaré aquella imagen de los relucientes pabellones casi rozando las caras de los niños. Eran el digno marco para escuchar las estrofas del Himno Nacional y recibir la mirada orgullosa de todos los presentes.
Ese día asistí a un auténtico homenaje a José Artigas en el Día de su Natalicio. Allí se respiraba respeto y sano orgullo de ser uruguayo.
Recuerdo aún las palabras alegres de un niño que se acercó y me dijo: "¡Las banderas son grandes como la escuela!".
¡Fue la expresión de amor más genuina!
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