En atención al Día Internacional de la Mujer Rural
Viernes 17 de octubre de 2025. Lectura: 3'
Por Tomás Laguna
El pasado miércoles 15 de octubre se celebró internacionalmente, pero en particular en nuestro país, el Día de la Mujer Rural. La ocasión obliga a unas breves reflexiones, resaltando el valor y la abnegación de esta figura central, a partir de la cual se construye la familia y la ruralidad.
La familia rural es el cerno en la construcción de una ruralidad viva, a partir de la cual tantos ciudadanos se identifican con una forma de vida arraigada en una cultura construida en interacción con la naturaleza, los espacios, la distancia y un transcurrir del tiempo acorde con la cadencia de ese mismo paisaje. Esa sociedad es referencia necesaria para todo un país en el respeto a tradiciones que se incubaron desde el principio de nuestra historia, tradiciones que son tan propias de nuestra cultura, pero que hoy suelen ser menospreciadas desde el frenesí impuesto por el posmodernismo urbano, siempre consumista y donde todo se relativiza en pos de la satisfacción inmediata, ya sea en bienes como en una muy castigada espiritualidad. Son muchos los valores despreciados por esta sociedad moderna, cuantitativa, dinámica y temporal, al decir de Ernesto Sábato. No obstante, estos valores siguen siendo sustantivos, vigentes, que sobreviven y perduran en el cerno cultural que aún nos provee el campo. Valores todos que se transmiten a través de la familia rural.
Decíamos que, en esa sociedad rural que debemos preservar con celo de supervivencia, la familia rural conforma el nodo a partir del cual se construye, en la dinámica del tiempo, ese entramado cultural cuya sustentabilidad es tan delicada y necesaria de preservar como lo son los recursos naturales que conforman su entorno vital. Pero no hay familia rural sin mujer rural, razón primera y última de toda sociedad campera.
Abnegada y resistente a las carencias del medio, más allá de una vida con restricciones, la mujer rural es razón sustantiva de cada familia de su entorno, construyendo alternativas para una vida digna y plena, más allá del acceso a tantos servicios básicos. Y lo hacen tanto con su trabajo directo en el predio, donde no resignan esfuerzos a la par del hombre, como generando las condiciones de vida para la familia, en la alimentación, la vestimenta y el amoroso apoyo a la educación de sus hijos.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística, de las 175.613 personas que viven en zonas rurales, el 43,7% son mujeres. Se estima que de esa población 32.000 mujeres trabajan en producción agropecuaria: 26% en ganadería y 24% en agricultura. Seguramente, una cifra igualmente importante lo hace en los distintos rubros de la granja, donde la mano de obra familiar es relevante.
La figura casi épica de nuestra mujer rural ha sido motivo de muchos análisis sociológicos, reivindicada desde aquellas ideologías siempre dispuestas a encontrar “víctimas” de la sociedad. No obstante, el mayor respaldo en apoyo a nuestras mujeres rurales surgirá de las políticas de desarrollo productivo, de la expansión de la economía rural y, fundamentalmente, de las estrategias de desarrollo en servicios y habitabilidad de nuestra entrañable campaña. Atado al progreso del agronegocio está un mejor destino para nuestras comunidades rurales, las familias que las habitan y, consecuentemente, para nuestra mujer rural.
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