Edición Nº 1054 - Viernes 26 de setiembre de 2025

El secreto bancario: entre la libertad y el despotismo

Viernes 26 de setiembre de 2025. Lectura: 5'

Por Elena Grauert

Levantar el secreto bancario sin control judicial no es modernización: es despotismo disfrazado de cooperación internacional.

La historia de la independencia y del nacimiento de los derechos civiles es, en esencia, la lucha entre el poder y la defensa de los ciudadanos de sus bienes y derechos. Uno de los íconos de esa lucha en el siglo XVIII fue “el Motín del Té de Boston”, que luego dio origen a la independencia de Estados Unidos. El abuso de los actuales poderes extranjeros, imponiendo obligaciones a ciudadanos o países más pobres para defender sus propios intereses tributarios, es lo que representa hoy la OCDE en el siglo XXI.

El proyecto de Ley de Presupuesto incluyó una disposición que faculta a la Dirección General Impositiva (DGI) a levantar el secreto bancario sin orden judicial. Esta medida viola los límites básicos de la división de poderes, en tanto otorga al Poder Ejecutivo competencias que exceden la simple administración tributaria y se entrometen en la propiedad y en la intimidad de las personas.

Los países que acatan los mandamientos de la OCDE no son ejemplo: lo que demuestran es, simplemente, un sobredimensionamiento del poder de la administración tributaria, sin límites claros. No basta la mera motivación del acto para permitir levantar el secreto bancario, como pretendió argumentar el ministro Oddone en defensa de la corrección del artículo propuesto. Toda acción del Estado debe estar motivada, sí, pero además debe estar sujeta al control constitucional y judicial.

En Uruguay el límite es la autorización del Poder Judicial. Cuando se pide de forma fundada, lo cierto es que la justicia actúa con bastante rapidez. Por eso, no alcanza la justificación de acortar plazos ni mucho menos la excusa de la motivación: lo importante es que el órgano de recaudación sea distinto al que tiene que autorizar la intromisión.

Está muy claro que el gobierno tiene una voracidad fiscal inmensa. Para satisfacerla, impone nuevos y más gravosos impuestos, incumpliendo sus promesas electorales, y ahora va más allá: el intento es meterse en las cuentas de los contribuyentes, aumentar la capacidad de control y gravar a los mismos.

Hoy, con la inteligencia artificial, el cruzamiento de datos se puede realizar a una velocidad “supersónica”, con lo cual todos estaremos en la mira del gran “Leviatán” de Thomas Hobbes, debiendo justificar cualquier ingreso que no se corresponda con el pago del IRPF, hasta las colectas de cumpleaños de amigos, con el único fin de recaudar más, a costa de los derechos de los ciudadanos a su intimidad.

El famoso lavado de activos se usa como excusa, pero en gran medida no se trata de dinero de la droga o del delito. Lo que realmente se persigue es que no haya escapatoria para los contribuyentes medianos y pequeños, que son —en todo el mundo— los que financian a los Estados. No son las empresas transnacionales, muchas de las cuales operan con exoneraciones tributarias o directamente desde los paraísos fiscales promovidos por los mismos que hoy pretenden controlar. Basta mirar las Islas Caimán o las Islas Vírgenes, dependientes del Reino Unido.

Quitar esta garantía de manera impune para cumplir con los reclamos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que presiona para que los países más pobres abran sus cuentas al escrutinio extranjero y así gravar inversiones, es una contradicción absoluta con el discurso del ministro sobre la necesidad de atraer capitales.

Se trata de una medida de enorme gravedad institucional: no solo erosiona garantías jurídicas internas, sino que convierte a la DGI en un brazo ejecutor de lineamientos dictados fuera de fronteras.

En nuestro país, el secreto bancario tiene raíces sólidas. La Ley N.º 17.835 (2004) y la Ley N.º 18.083 (2007) ya habían establecido mecanismos excepcionales —bajo control judicial— para permitir su levantamiento en casos de lavado, narcotráfico o incumplimiento tributario.

Pero ahora se busca eliminar ese contrapeso judicial bajo la excusa de la cooperación internacional. El resultado: un debilitamiento directo de la intimidad patrimonial de los uruguayos y un pésimo augurio para la llegada de inversiones. De hecho, ya se advierte la huida de divisas, ante la amenaza de pérdida de garantías.

El establecimiento de normas regresivas que debilitan la seguridad jurídica —como esta— ahuyenta la inversión. A ello se suma la adopción del “impuesto universal” o tributación mínima global, que no aplican la mayoría de los países, y el ataque a las zonas francas, que han sido un activo clave para atraer capitales. Basta ver las tres plantas de celulosa, principal producto de exportación nacional.

En nombre de la “equidad” y con fines meramente recaudatorios, la OCDE impulsa un sistema que en los hechos suprime la soberanía tributaria. Cada país pierde la facultad de diseñar sus propios incentivos para atraer inversiones, quedando reducido a aplicar un impuesto fijado en París o Bruselas.

La izquierda, que tanto ha hablado contra el imperialismo, hoy nos hunde en la pérdida y extranjerización de derechos. Eso sí: no reduce el gasto y apuesta a la generación espontánea de recursos, o hace la gran “inversión” de comprar una estancia para 15 colonos gastando más de 34 millones de dólares.

La defensa de la inversión se construye produciendo, dejando a los mercados generar riqueza. La verdadera equidad se alcanza tratando situaciones diversas de forma diferente: no es lo mismo Europa que América del Sur. Fundamentar este cambio en la “cooperación internacional” es romper con el sistema de garantías imprescindibles del funcionamiento republicano y con una larga tradición de ser un país amigable para nacionales y extranjeros que invierten bajo un marco legal seguro.

Si el problema son los plazos judiciales, que se estudie el tema con seriedad y se acorten. Pero no vendamos el rico patrimonio al precio de un invento internacional que atenta contra la libertad de las personas.

La decisión es ideológica: son los Estados nacionales fuertes los que buscan enriquecerse. Se ataca la libertad y la defensa de las personas; lo único que importa es recaudar y controlar. Y vaya si, en este mundo globalizado e hiperconectado, no será un riesgo para el ciudadano común defenderse de los grandes monstruos cuyo único fin son las ataduras.

Como dijo el prócer José Gervasio Artigas: “La cuestión es sólo entre la libertad y el despotismo”.



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