El espejo uruguayo de Falstaff
Viernes 17 de octubre de 2025. Lectura: 2'
Por Juan Carlos Nogueira
En el espejo de Falstaff, la política se mira a sí misma y descubre su peor caricatura.
Hay personajes que el tiempo inventa antes que los hombres. Sir John Falstaff fue uno de ellos. Nació en los intersticios de la historia inglesa —entre las cruzadas extintas y la burocracia naciente—, como si el mundo, cansado de héroes, necesitara de un bufón que los desenmascarara. Falstaff es el caballero que sabe que la caballería ha muerto, y ríe. Es la parodia del honor, el eco carnal de un ideal que ya no convence ni a sus sacerdotes.
Shakespeare lo dibuja con la gordura de un glotón fatigado, con la lengua de un sofista de taberna, con una sabiduría que no aspira a redimir, sino a sobrevivir. “¿Qué es el honor?”, pregunta, y se responde con una lucidez a la que ningún teólogo se atrevería: “una palabra”. En esa burla, Falstaff funda una metafísica del cuerpo: lo que no se come, lo que no se bebe, lo que no se goza, carece de realidad. Su reino es el del instante; su fe, la del apetito.
Sin embargo, cuando finalmente es repudiado, Falstaff descubre —como todos los hombres que pretenden ser cómicos— que la risa no hereda el poder. El bufón es tolerado mientras no reclame autoridad; en el momento en que la reclama, se vuelve insoportable. Así muere Falstaff: no en una batalla, sino en la conciencia de haber sido dejado fuera del juego serio del mundo.
Cuatro siglos después, en una tierra sin castillos ni reyes, surge un hombre en quien algunos —por su actuada simpatía y su falta de clase— reconocen características de aquel personaje shakespeariano. No viste jubones ni cita salmos, pero comparte con Falstaff una cordial desconfianza hacia la solemnidad. Donde otros predican programas, él conversa, aunque no logra articular ideas concretas. Cuando le preguntan sobre temas serios, gesticula, sonríe y cambia de tema.
Falstaff buscaba el vino; este, el mate. Ambos presiden un ritual popular; ambos confunden la política con la conversación infinita de una taberna.
Pero en el fondo hay un dilema idéntico. Todo gobernante falstaffiano enfrenta el riesgo de ser expulsado del propio mito que lo engendró. La espontaneidad, virtud del opositor, se vuelve torpeza en el trono. El humor, que en la plaza pública es una forma de sabiduría, se convierte en ambigüedad bajo los candelabros del poder.
Quizá su destino sea apenas una máscara más del eterno Falstaff, ese arquetipo del hombre que, ante la solemnidad del universo y su escasa preparación, opta por reír.
En los laberintos de la literatura, Falstaff no muere: reaparece en cada político populista que entiende que las masas prefieren a un hombre que se equivoca riendo antes que a uno que acierta con gravedad.
Lo trágico, sin embargo, es que las consecuencias de tener un Falstaff en el poder nunca son cómicas.
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