El Monzón y la Independencia
Viernes 2 de mayo de 2025. Lectura: 5'
Por Julio María Sanguinetti
Recordamos estos días los 200 años de la incorporación de Fructuoso Rivera a la Cruzada Libertadora que acaudillaba Lavalleja. Diez días después del desembarco que inmortalizó Blanes en su gran tela, se encuentran los compadres y siguen hacia adelante juntos. Rivera, que todavía revistaba como subordinado del Barón de la Laguna Carlos Federico Lecor, queda como segundo al mando, pero siempre al frente de sus Dragones, la principal fuerza militar de la provincia. Ya desde aquel entonces se hizo circular la versión de que Lavalleja lo había hecho prisionero. Como dijo más tarde Don Fructuoso, si fuera cierto, “en este caso el General Lavalleja sería más criminal que yo en razón de haberle confiado a un prisionero el mando de las principales fuerzas de la provincia”, como lo atestiguan todas las comunicaciones oficiales. “Con ningún prisionero se capitula de ese modo y menos si se confía la suerte de un país a un prisionero”, sentenciaba. En todo caso, a esta altura es un debate trivial, propio de rivalidades políticas, porque los hechos mandan y está claro que la incorporación de Rivera, con fuerza militar y una fervorosa adhesión popular, fueron incuestionablemente decisivas.
Yendo hacia atrás, recordemos que la invasión portuguesa de 1816 fue incontenible para el ejército oriental. Fueron derrotas tras derrotas, al punto de que en enero 1817 Lecor ya estaba instalado en Montevideo, con el pleno reconocimiento del Cabildo. Todo fueron penurias hasta el final, el desastre de Tacuarembó, en enero de 1820. Desde principios del 1818 estaban en Brasil, en la prisión de la Isla das Cobras, nada menos que Juan Antonio Lavalleja, Manuel Fco. Artigas, Bernabé Rivera, Otorgués, Joaquín Suárez y poco después Andresito. Bauzá y Oribe se habían ido a Buenos Aires, desde el año anterior, discrepando con la conducción de Artigas. En el 1820 sólo quedaba Rivera, con 300 Dragones. La resistencia era absolutamente ilusoria. Había que salvar todo lo posible y no dejar a los paisanos sin protección. Resuelve entonces pactar el armisticio que los cabildantes montevideanos le proponían en nombre del jefe portugués. Logra un acuerdo que mirado en perspectiva resulta casi increíble, porque no solo se le acepta mantener en sus campos a todos los poseedores de tierras de los repartos artiguistas, sino mantener en pie su fuerza militar, la que, para Rivera, como para Artigas, era la condición de la sobrevivencia. Los comandantes presos recuperan su libertad y se incorporan a los Dragones riverenses. Por su parte Artigas traspasa el Paraná y marcha al Paraguay, en el que morirá treinta años más tarde, sin nunca retornar. Dos actitudes, dos modos de conducción, dos consecuencias -también- muy distintas.
Portugal, dueña y señora del territorio, no quería una imposición por la fuerza y el propio Canciller Silvestre Pinheiro Ferreira dispuso la realización de un Congreso Cisplatino, en que libremente los orientales resolvieran su destino. Bajo la influencia de Lecor, ya entonces volcado a la posibilidad de una independencia brasileña, el Congreso resuelve la incorporación al reino de Portugal, Brasil y Algarbes. Los pronunciamientos fueron casi unánimes para esa incorporación, que defendió convencidamente el Padre Larrañaga, argumentando que, abandonados por España y Buenos Aires, derrotados en las armas, lo único que podía hacerse era lograr una configuración provincial conservando nuestros “fueros y leyes”, “principios y autoridades” y aun los límites, que llegaban hasta las Misiones. La proclama la firman Rivera y Lavalleja.
El 7 de setiembre de 1822 Brasil proclama su independencia. Es un episodio resuelto elegantemente dentro de la familia real. El que sería luego Juan VI retorna a Portugal como Rey y su hijo se proclama Emperador de Brasil como Pedro I. Los portugueses instalados en Montevideo no acatan la decisión y llegan a producirse episodios bien curiosos pero reveladores, como el enfrentamiento de marzo de 1823, entre Rivera, del lado brasileño, y Oribe del lado portugués. Fue ese un momento en que el propio Cabildo intentó retomar el camino de la independencia, pero ni Entre Ríos ni Fructuoso Rivera veían la oportunidad. Lavalleja ya estaba en Buenos Aires intentando armarse. Flotaba en el ambiente el clima revolucionario.
Así es que llegamos al desembarco del 19 de abril de 1825 y a la entrevista, acuerdo, abrazo, o como quiera llamársele al entendimiento de los compadres. Es un capítulo más de la vida paralela de dos amigos, tantas veces acordes como enfrentados, a lo largo de una vida con más penas que las glorias que les debemos quienes heredamos un país por ellos forjado.
Como dice Lincoln Maiztegui: “Tan importante fue el pasaje de Rivera a la revolución que los patriotas llegaron a las murallas sin disparar un solo tiro y Lecor solo atinó a refugiarse en la plaza, casi inexpugnable”. El arraigo de Rivera en la campaña se había profundizado en los años de la dominación lusitana. Había guardado el orden y amparado a su gente. Todos sabían que en algún momento el caudillo se levantaría. Cuando ello ocurre, los brasileros pierden pie en todo el país.
Se convoca a la Asamblea o Sala de Representantes, que en la Piedra Alta de Florida dicta las leyes del 25 de agosto: independencia de Portugal y Brasil; reincorporación “a la unidad con las demás provincias argentinas a las que siempre perteneció” y adopción de una bandera propia hasta que se establezca la “de las unidades del Río de la Plata”. Hoy la generalidad reconoce que esa declaración está lejos de ser la independencia de nuestra República Oriental del Uruguay tal cual la conocemos, pero seguimos celebrándola oficialmente para perplejidad de los liceales, que no terminan de entender como seríamos a la vez argentinos y uruguayos…
El hecho es que en setiembre de este glorioso 1825, en Rincón, Rivera derrota a Mena Barreto, uno de los tantos Mena Barreto de la mayor tradición militar riograndense, que pierde la vida. Luego de esconderse con la astucia de siempre, Rivera da el golpe que procuraba: adueñarse de 8 mil caballos, la logística de cualquier ejército de la época. Vendrá luego la victoria de Sarandí, en que estarán todos los caudillos nuestros; la reincorporación a las Provincias; la guerra con Brasil y la fulgurante reconquista de las Misiones por Rivera, definitoria de la independencia que reconoce la paz de 1828.
En ese largo periplo, ese entendimiento de un 29 abril de hace doscientos años, entre los dos lugartenientes mayores de Artigas, fue fundacional. Ambos terminarían su vida juntos, integrando una inesperado Triunvirato de gobierno, junto a Venancio Flores, un cuarto de siglo más tarde.
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