Edición Nº 1059 - Viernes 31 de octubre de 2025

Doloroso sí, bochornoso no

Edición Nº 1056 - Viernes 10 de octubre de 2025. Lectura: 6'

Por Julio María Sanguinetti

Nuestra estimada amiga la señora vicepresidenta de la República ha hablado del penoso episodio de Salsipuedes como algo “bochornoso” que nos “avergüenza”. Parecería así sucumbir —esperemos que no— al “charruismo” de moda, en que un grupo de “charrúas de apartamento”, como dijera Daniel Vidart, asume un mitológico relato sobre una presunta operación de genocidio en que no hubo 300 muertos y solo 40 prisioneros que se salvaron de la muerte, sino a la inversa. Es esto algo tan obvio que hace inexplicable la insistencia en repetir una fantasía literaria del novelista Eduardo Acevedo Díaz en su cuento La cueva del Tigre, único sustento de la teoría.

Asomar a la historia de la presencia indígena en lo que es nuestro territorio es encontrarnos con que las etnias originarias son fundamentalmente las llamadas guenoas o guenoas-minuanes y los guaraníes, mientras que los charrúas predominaron durante dos siglos en lo que hoy son las provincias de Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes. Chocaron con la sociedad hispano-criolla y, desde Bruno Mauricio de Zabala hasta el gobernador José de Andonaegui, vivieron en un constante enfrentamiento que los llevó a que recién después de 1750 aparecieran en la enorme estancia de Yapeyú, en el noreste de nuestro territorio. Estaban muy diezmados, recordándose especialmente un choque tremendamente sangriento, llamado batalla del Yí, en 1702, en que un ejército guaraní al mando de los padres jesuitas, según su relato, mató a 500 guerreros, destruyó su toldería y envió a “cristianar” a las mujeres y niñas.

Se habían hecho intentos de reducción, como el de Cayastá, al oeste del Paraná, en que —con el ejemplo notable de las misiones jesuíticas— se procuró, con poco éxito, incorporarlos a una sociedad que ya venía mestizándose. Sobre esta época, nuestra Colección de Clásicos publicó este año el libro fundacional sobre el tema, de Eduardo Acosta y Lara, al que podríamos sumar el más moderno de Óscar Padrón Favre, Los charrúa-minuanes en su etapa final. Son más que definitorios para explicar la complejidad de la situación.

El de Acosta y Lara (La guerra de los charrúas), que analiza y registra exhaustivamente lo que era el clima del país en 1832, concluye que, producida la independencia, “el panorama de la campaña era tremendamente crítico. Veinte años de guerra, saqueo y confiscación habían terminado por abolir las leyes y toda forma de garantía individual, proliferando la barbarie... Se hizo impostergable el envío de un cuerpo expedicionario que restableciera el imperio del orden y la legalidad, normalizando las condiciones de vida del medio rural. Esta expedición vino a ser una redada de elementos del mal vivir en la que cayeron los charrúas, no porque se les considerara como tales, sino porque formaban una colectividad montaraz, estancada en el más oscuro de los primitivismos, terrible por sus incursiones”. De modo que “cualquier gobierno llamado a regir los destinos de la República habría tenido que abocarse a la reducción de aquellos indígenas, como etapa previa al logro del bienestar nacional”.

Por esa razón, unánimemente el Parlamento estuvo de acuerdo en esa operación, que se imaginó como pacífica y no necesariamente violenta, por lo menos con relación a los charrúas. Los informes previos del teniente coronel Felipe Caballero y del coronel Eugenio Garzón documentan esos diálogos previos con optimismo, al punto que el presidente Rivera escribe en los días previos a su confidente Julián de Gregorio Espinosa que la “operación está casi hecha, ojalá se pueda hacer sin derramar sangre humana”. Varios caciques aceptaron respetar al vecindario, no estuvieron y luego vivieron en paz. Por ejemplo, Perú o Pirú, que aparece erróneamente en la versión literaria participando del combate. Sí aparecieron Juan Pedro y Brun, que evidentemente no lucharon y se entregaron como prisioneros.

No olvidemos que si Rivera como presidente condujo este episodio, el gobierno provisorio de Juan Antonio Lavalleja, con su firma, el 24 de febrero de 1830, le dio la orden al mismo Rivera, entonces comandante de la campaña, de enfrentarse a los grupos charrúas para no dejar “a estos malvados librados a sus inclinaciones naturales y no conociendo freno alguno que los contenga”. Todos nuestros próceres vivieron esa situación, y el vecindario sufría en constante zozobra los asaltos, robos, raptos y asesinatos. Por eso mismo se había creado el cuerpo de Blandengues en 1797 que, según consta en el Archivo Artigas, tuvo enfrentamientos varios con muertes de charrúas, donde participó nuestro prócer, como había ocurrido antes con su padre.

Los guenoas o guenoas-minuanes originarios en general tuvieron una relación pacífica con los guaraníes, no así con los charrúas, que los atacaron, intentaron esclavizar y raptaron mujeres, como se documenta en el libro de Diego Bracco Charrúas, guenoas y guaraníes. Añadamos que el tema del rapto de mujeres fue tremendamente reiterado. La triste historia de “las cautivas” blancas es bien conocida; la pintó Juan Manuel Blanes y la recrea documentalmente el mismo Bracco en su libro específico sobre la cuestión.

La mitología charruista ha llevado, a su vez, a una formidable ocultación: la de la mayoría indígena del país, que fueron los guaraníes, sus enemigos permanentes. Ellos están en nuestra historia desde siempre, al punto que quienes se “comieron” a Solís no fueron los charrúas, como se dijo por años, sino esa etnia mayoritaria que luego tendrá una presencia civilizadora cuando aparezcan los “misioneros” como Andresito. Con esos guaraníes fue que Rivera fundó Bella Unión y Durazno y, de algún modo, el ejército nacional. El libro de González Risotto y Susana Rodríguez En busca de los orígenes perdidos es fundamental al respecto.

Toda la profusa documentación que hoy existe y la obra de autores serios muestran que nunca existió una intención genocida de la sociedad hispano-criolla. Sí los enfrentamientos propios de una civilización que pretendía desarrollarse, como también los hubo —y feroces— entre las diversas etnias indígenas por la ocupación del territorio.

Nuestra sociedad es el resultado de un enorme mestizaje, con genes que vienen de los más remotos orígenes, como lo demuestran los estudios biológicos. Ello nos aleja de los particularismos raciales para exaltar la identidad cultural. El neoindigenismo que hoy asume en nuestro país algunos radicalismos insensatos, ha caído justamente en ese peligroso y reaccionario desvío de hacer de “la sangre” un valor social que no posee. Lo que importa es nuestra cultura, la que hace lo que pensamos y lo que somos.

De los guaraníes nos ha quedado mucho, hasta el nombre de nuestro país. De los charrúas, poco o nada. Salvo un mito útil a la hora de aplaudir a “la celeste” y muy peligroso a la de entender nuestra historia. A ella debemos acercarnos con respeto a los hechos, sin anacronismos que pretenden juzgar procesos no solo complejos, sino en gran parte confusos, transformándolos en una película de buenos y malos.

Biológicamente somos mestizos. Culturalmente pertenecemos a la civilización judeocristiana grecorromana, que nos dio la igualdad ante las tablas de la ley, el sentimiento de piedad, el valor de la razón y el derecho que regula nuestra convivencia.



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