Baltasar según Burel
Edición Nº 1048 - Viernes 15 de agosto de 2025. Lectura: 5'
Por Julio María Sanguinetti
El suicidio de Brum sigue allí, instalado en nuestra historia como una sobrecogedora anomalía, un fenómeno singular, único, propio de un tiempo y una personalidad. Un tiempo en que el honor, los códigos principistas, la hombría, estaban por encima de la vida misma.
Y un personaje irrepetido e irrepetible, por sus características, la juventud de su irrupción política desde lejanos confines artiguenses, la fuerza de su carácter, la permanente inquietud de sus propuestas. Vale decir a este respecto que su obra de estadista, sin embargo, está eclipsada por ese suicidio que todo lo vela con un manto sombrío de tragedia.
Cuando desde la Presidencia propusimos que se hicieran dos retratos para la Cancillería, uno de Brum y otro de Luis Alberto de Herrera, recuerdo haberle dicho al pintor, Osvaldo Leite, “ no me vuelvas a hacer un Brum trágico, él fue un adalid de la juventud, por favor…”. No tuve suerte. Leite hizo un Herrera pícaro con una traviesa mirada de soslayo y un Brum magnífico pero serio, hondo, propio de un hombre capaz de todo.
Ahora reaparece el suicidio en una notable versión novelada de Hugo Burel. No hace mucho se representó una obra de teatro que dirigió Franklin Rodríguez y que infortunadamente no pude ver. La de Burel es una suerte de monólogo de Brum muerto, que vuelve a “la calle del sacrificio, un espacio que no me pertenece, aunque reconozco como propio”, según dice en el comienzo.
De entrada, el relato se inicia con el amanecer del día trágico y su rechazo a tiros de los policías que vienen a buscarlo. Él es Consejero Nacional, fue Presidente de la República, Ministro de Relaciones Exteriores, de Instrucción Pública, de Interior… sin embargo está armado y responde. No sería lo esperado. Sin embargo, allí está esa respuesta y se inscribe en ese mundo que personalmente evoco al principio.
El drama va transcurriendo a lo largo de ese día trágico. La intervención de los amigos, Asdrúbal Delgado, Yayo Hughes, procurando un asilo diplomático que Baltasar rechaza porque lo siente como una claudicación… Su hermano Alfeo, Eduardo Acevedo Álvarez insistiéndole que lo aceptara… Él ha vivido varios duelos, sabe de la tensión propia de un episodio en que la vida estás en el aire como una moneda al azar pero ahora es otra cosa. Se indigna por los rumores que corrieron sobre su presunta insanía, nacida en un lejano accidente, en San José, en que una pieza de mampostería de un edificio cayó y le golpeó la cabeza. Se indigna del mensaje de Terra, en que califica al suicidio de “trágico extravío” después de sentirse abandonado por “el pueblo y sus amigos”. Le agravia particularmente porque Terra fue su Ministro del Interior y en su mensaje de pésame alude a la armonía con que trabajaron juntos cinco años.
“Yo esperaba el pueblo, pero el pueblo no llegaba”. Quizás ahí esté una de las claves de su trágica decisión: sacudir la conciencia de un pueblo adormecido. Recuerda con amargura el rechazo ciudadano a la propuesta de reforma colegialista en 1916 y la actitud de don Pepe de seguir trabajando por ella, bien distinta a la de Terra que recorre el país pidiendo un plebiscito que no tiene base constitucional.
En otro momento, Brum, que elogia a personalidad de Batlle, le reprocha su actitud ante José Enrique Rodó y evoca la multitud que acompañó el retorno de sus restos. Se. horroriza cuando ve que el gran edificio de El Día, que él dirigió seis años y fundó don Pepe, ahora es un “casino”.
En torno a la tragedia circula la familia, como un coro de tragedia griega. Y Burel pone en boca de Blanca el reclamo dramático: “Matate”. Durante años estuvo el rumor de que así habían sido las cosas, a diferencia del resto de la familia que en el monólogo dramático aparece conciliando y Brum le reprocha que no entiendan la magnitud de lo que se vive. Con todo, expresa su duda de que el grito haya existido. Duda razonable porque, como la presunta insanía, nacían de los opositores políticos, tanto colorados como blancos.
La novela histórica es un género muy particular. Dentro de ella, más particulares son los que se escriben desde la personalidad de un gran protagonista como autobiografías. Sus grandes cultores, como Robert Graves con el Emperador Claudio o Margueritte Yourcenar con Adriano, le han llevado a la mayor altura literaria. Félix Luna, en “Soy Roca” nos ofrece un ejemplo magistral de alguien más cerca, como es el caso que comentamos y que sin duda es apasionante. No es despreciable tampoco que en sus meditaciones evoque algunos de esos actos de gobierno que, como decimos, están eclipsados por la aplastante magnitud del suicidio.
La libertad del ejercicio literario le permite al autor imaginar razones, estados de ánimo, reproches, como el que hace sobre su posteridad y que no es justo, como lo estamos viendo con este mismo libro. En la Casa del Partido Colorado acabamos de colgar una galería con Brum al lado de don Pepe, mostrándolo en una Convención, lejos de los revólveres famosos.
En fin, el monólogo no es largo pero daría para más. Valgan estas palabras simplemente como un aperitivo para una lectura conmovedora, que nos acerca un gran escritor sobre un estadista en su plenitud y un mártir que se levanta de la tumba para recordarnos que la función pública es un sacerdocio que debe llevarse hasta el sacrificio.
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