Edición Nº 1059 - Viernes 31 de octubre de 2025

¿Adolescencia izquierdista o ignorancia universal?

Edición Nº 1051 - Viernes 5 de setiembre de 2025. Lectura: 5'

Por Julio María Sanguinetti

Entre las pocas novedades que ha traído el triunfo del Frente Amplio está una suerte de sarampión refundacional, brotado en las celebraciones del Bicentenario de la emancipación, cuyos 200 años comenzaron a recordarse el pasado 25 de agosto.

No se ha salvado ni el escudo. Se ha hablado de los símbolos nacionales como algo perimido, anacrónico, que no refleja el Uruguay de hoy. Es no entender que el escudo —como la bandera— es el Uruguay de siempre y para siempre. No es solo el del ayer: es la partida de nacimiento, y eso no se cambia. Si hubiera un error histórico, podríamos discutirlo, pero ¿es un error poner la balanza de la justicia?, ¿es un error incluir la fortaleza de Montevideo, símbolo de nuestras luchas por la soberanía nacional, tan trabajosamente construida? ¿Es un error poner el caballo, emblema de libertad? ¿O el buey, símbolo de abundancia, riqueza histórica y soñada prosperidad?

Son, simplemente, los valores permanentes, los ideales constitutivos de nuestro Estado. Como dice Paul Ricœur, “la memoria obligada”. Ninguno es un elemento de ocasión, porque lo que representaron entonces lo siguen representando hoy. Sobre su peripecia legal escribieron para CORREO, el 15 de setiembre de 2023, Graciela y Roberto Pena Scheiter en un análisis documental [https://www.correodelosviernes.com.uy/Los-simbolos-nacionales-y-departamentales-de-la-forma-a-la-reforma.asp] muy valioso que nos exime de referencias jurídicas.

Por supuesto, se habla de un tamboril. Otros hablan de poner un mate y, por esa vía, entramos en el desvarío. ¿Por qué no una pelota de fútbol, entonces? ¿Y La Cumparsita, ya la olvidamos? No es un tema de gustos populares, que el tiempo va desgastando y sustituyendo.

No ha faltado quien ha dicho que nunca se subió a un caballo y que, entonces, qué tiene que ver un caballo en el escudo… Seguramente se subió a un ómnibus, a una bicicleta o a un taxímetro que, según su ilustrado juicio, reflejarían mejor su peripecia personal. El hecho es que, aunque él no se haya montado a un caballo, este seguirá siendo símbolo de libertad, como lo es una antorcha aunque él, con toda su importancia, nunca haya encendido ninguna. Los símbolos son símbolos, no representaciones figurativas de una realidad.

Más complicado —porque no tiene la nota del ridículo— es la propuesta de la Asamblea Técnico-Docente sobre la supresión de los actos protocolares en las escuelas, así como el porte de banderas, la promesa de fidelidad al país y la entonación de canciones como Mi Bandera. Estiman que “imponer institucionalmente algo que a quienes está dirigido no pueden entender es un claro ejercicio de violencia institucional”, porque son rituales que los niños no comprenden y se transforman en imposiciones vacías.

Felizmente, el presidente Yamandú Orsi —que también es docente— afirmó que él “no tocaría absolutamente nada” y, aun sin entrar en la polémica, por lo menos fijó un punto de vista: “Yo tengo un espíritu patriótico bastante exacerbado; va más allá de la emoción, es la convicción”.

Nos parece fundamental lo de la “convicción”. Nuestro país es una república y, por eso, es obligatorio el voto de sus ciudadanos, que deben participar de la orientación del gobierno. Es una democracia y, por eso, hay elecciones libres y la separación de poderes asegura los balances necesarios para el ejercicio de la autoridad del Estado. Pero además —y eso es fundamental— es una sociedad liberal, con derechos y deberes de los ciudadanos definidos y garantizados por la Constitución de la República.

Como decía Varela, para fundar la república es preciso formar “republicanos”; es decir, no basta con alfabetizar, no basta con informar: es preciso “formar”. Y formar es “educar” como parte de esa república. Eso comienza desde la primera infancia, tratando de constituir el sentimiento de pertenencia: que ese niño no sea un huérfano cívico que no sabe dónde vive, sino el hijo orgulloso de una república respetable, forjada a través de la historia. Con el tiempo irán entendiendo los valores de la libertad, los mecanismos de la democracia y los deberes de la república. Pero, ante todo, deben asumir la pertenencia a su país.

Esto empieza como un valor sentimental. La idea de patria no equivale a la autodeterminación política, como sí lo hace la idea de nación. Es, simplemente, un sentimiento. Y es un sentimiento genuino, que se trata de despertar contándoles a los niños que nacieron en un país hecho con muchas luchas, que hoy vive en paz y que merece ser amado por sus valores y su gente.

Reverenciar a Artigas, Rivera y Lavalleja es recordar los sacrificios de quienes lucharon por construir un país, como leer las poesías de Juana de Ibarbourou o Delmira Agustini es abrir su entendimiento a la sensibilidad de la palabra.

El patriotismo es, simplemente, ese amor. Por supuesto, tiene una patología: el patrioterismo, que aparece cuando ese sentimiento afirmativo se transforma en pasión irreflexiva, que arrastra a una actitud despectiva hacia otros países, hacia los extranjeros, hacia quienes no somos “nosotros”. Una cosa es gritar “¡Uruguay!” en un partido de fútbol y otra muy distinta es apostrofar al rival con títulos denigratorios. Esto también hay que enseñarlo a los niños, para que entiendan que si un día nos separamos de España no la odiamos, sino que la sentimos madre patria; o que si un día nos alejamos de Argentina o Brasil, no somos sus enemigos, sino sus hermanos, su familia, sus parientes.

Tiempo habrá para profundizar estudios y mirar con espíritu crítico, pero antes que nada deben asumir que son uruguayos y que ello es un orgullo, una condición honorable, algo valioso.

Dicho esto, terminemos con frivolidades propias de la adolescencia izquierdista, soñadora del internacionalismo proletario. Normalmente, caparazón decorativo de una gran ignorancia.



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