Laicidad en debate

Por Julio María Sanguinetti

La laicidad constituye el marco imprescindible para la libertad de conciencia, que garantiza el libre ejercicio de todas las opciones de fé.

Una vez más tenemos que ocuparnos del tema de la laicidad del Estado, concebida en nuestro país, pacíficamente, durante un siglo, como un estatuto de neutralidad pública ante las diversas religiones, garantizadas todas ellas en su libre ejercicio. Si hay un éxito de nuestra democracia es ese siglo de tolerancia, que incluso llevó a la Iglesia Católica —hace poco más de un año— a generar un “atrio de los gentiles” para discutir, entre otras cosas, “la laicidad como signo de identidad de la cultura nacional”.

En los últimos tiempos, sin embargo, el Cardenal Sturla formula declaraciones que nos retrotraen a tiempos ya pasados, reabriendo un debate que parecía estar definitivamente clausurado. Con motivo de las fiestas, afirmó días pasados en “El País” que “acá hubo un programa descristianizar a la gente”, a lo que añadió en la homilía que brindó durante la tradicional misa de Nochebuena que los católicos debían sacudirse “el balde laicista impuesto al país hace 100 años”.

Ante todo cabe recordar que el proceso de separación de los ámbitos del Estado y la Iglesia fue un largo debate nacional que podríamos decir que nació en torno a 1861, cuando el cura de San José se negó a enterrar al Dr. Enrique Jacobson por su condición de masón, lo que generó un enfrentamiento en que el Presidente Bernardo Berro terminó expulsando del país al Vicario Jacinto Vera. Al mismo tiempo, seculariza los cementerios, que pasan a órbita municipal.

Vinieron luego los debates sobre la escuela “laica, gratuita y obligatoria” con la que José Pedro Varela puso el gran mojón de la república democrática. Para la Iglesia Católica, esa escuela era “una institución de inmoralidad y harén de la juventud”, por inspirarse en el “racionalismo, germen eterno de desquiciamiento social” y organizar aulas mixtas, compartidas por varones y niñas, como expresó Monseñor Jacinto Vera en una virulenta carta pastoral.

Con Latorre se crea el Registro de Estado Civil (febrero de 1879), “inspirado en el genio del mal”, según el Obispo Yéregui por osar establecer una institución oficial dedicada a registrar nacimientos y matrimonios. La oposición de la Iglesia se hará aún más radical cuando la ley de 1885, con Máximo Santos, declare que el único matrimonio válido es el civil y ni hablar cuando, en 1907, se promulgue la ley de divorcio.

Finalmente, en la Constitución de 1917 se separó definitivamente la Iglesia del Estado, luego de un gran acuerdo político que incluyó colorados, blancos y socialistas, con la oposición de la Unión Cívica, el viejo partido católico. Esto fue lo que ocurrió hace cien años y, a partir de entonces, el Estado —y las diversas iglesias, empezando por la católica que era y es la mayoritaria— convivieron en paz. Nadie fue discriminado.

Naturalmente, en este debate hubo en ocasiones lo que hoy vemos como excesos de los defensores de la república laica pero era la respuesta inevitable a un catolicismo que pretendía seguir siendo religión de Estado e imponiendo sus códigos y creencias, incluso su arcaica concepción de la familia, con un mujer subordinada.

En los últimos años, al amparo de esa sostenida tolerancia, la laicidad del Estado se hizo cada vez más amplia. En lo personal, puedo recordar que propuse la permanencia de la Cruz que conmemora la primera visita de un Papa al Uruguay y convalidé y consolidé la permanencia de la Universidad Católica, que había nacido en el final de la dictadura por un simple decreto.

Estos hechos nos dicen que existiendo aquella historia y hoy este clima, no se entiende que el Cardenal Sturla reniegue a cada momento de una laicidad que honra a la República. Si hace cien años, en su visión, hubo un plan para descristianizar, de qué se trataría entonces: ¿retornar a una iglesia oficial, derogar la ley de divorcio y las investigaciones de paternidad? ¿Volver a escuelas de niñas y niños separados?

Lo que ocurrió hace cien años, fue superar un clericalismo que dominaba la vida de la sociedad y abrir las mismas posibilidades para todas las creencias, darle a la mujer el estatuto de igualdad en sus derechos y sacar de las aulas su dogmatismo, aquella visión intolerante que instaló —por ejemplo— la idea que “los judíos mataron a Cristo”, afianzando así uno de los prejuicios de más trágicas consecuencia en la historia de la humanidad.

En aquellos años no se “impuso” ningún “balde”. Simplemente se liberaron las conciencias de los ciudadanos para que no sufrieran el peso torcido de visiones dogmáticas y, cada uno ante su conciencia, asumiera la actitud que quisiera ante los misterios de la vida y de la muerte.

Desgraciadamente, hay gente que se asombra de que, cada vez que se ataca a la República laica, haya ciudadanos que saltemos enseguida a defenderla. Por supuesto, lo hacemos y lo seguiremos haciendo, porque se trata de un principio que es condición fundamental de la vida democrática. Actuamos con la misma convicción que saltaríamos a defender la libertad religiosa si alguien la amenazara.

Como decimos al principio, no deseamos estos debates. Nos entristece tener que seguir discutiendo lo que ya está asumido. Hoy, católicos, protestantes, judíos, o simplemente agnósticos o ateos, debemos respetar a los demás por nosotros mismos y saber también que tenemos enemigos comunes, que es a quienes deberíamos enfrentar: el islamismo, que a todos amenaza con la violencia; las concepciones materialistas y colectivistas, negadoras de la individualidad humana; los excesos del cientificismo y las lacras de la miseria...

Si la Iglesia Católica hoy declina, como lo reconoce el Cardenal, bien está que haga todo lo que esté a su alcance para levantar la fe. Pero el camino no es agredir un principio que nos ha permitido a todos vivir en paz y sin rencores, creyéramos lo que creyésemos.



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