La maternidad como derecho

Por Julio María Sanguinetti

Un aborto es siempre una grieta, el difícil punto final a un embarazo no deseado. Toda mujer que lo procura llega presionada por una situación angustiosa, sea porque fue víctima de una violación, está prisionera de una precariedad económica que no le permite asumir la responsabilidad , sola frente a un padre alejado, o porque, en plena juventud, esta posible maternidad le cercena el desarrollo de su vida sin condiciones aun para asentar un hogar. Hay mil otras circunstancias en que una mujer puede verse enfrentada a la posibilidad de un hijo que no deseó y al que no le podría dar aquello que anhelaría.

Es una situación dramática, que ninguna mujer asume con alegría. Lo que se debate en el parlamento no es si es bueno o malo abortar. Es si a esa mujer, y a quien la asista, la ley penal la debe castigar como un delito. Y eso lo vemos como profundamente injusto.

Ante todo, injusto para la mujer. Ella es dueña de la libertad de procrear. La maternidad es un derecho, no una obligación a la que hay que resignarse si las circunstancias de la vida no le llevan, en ese momento, a desearla. Hay quienes —desde una actitud religiosa— la miran, a la inversa, como un deber ineludible. Disentimos con ese criterio por razones de conciencia. La maternidad es un acto del querer y de la voluntad. Es algo muy elevado para reducirlo a la casualidad o a un episodio irremediable de la naturaleza, que no se quiso ni se buscó.

El hecho es que el aborto existe y es un fenómeno social de vastas proporciones en el mundo entero. Y en reconocimiento a esa circunstancia es que se ha liberalizado su práctica, asumiendo incluso el Estado —como en España, por ejemplo— la obligación de ponerlo a disposición de la mujer que lo requiera. Es un modo de asegurarle su libertad y de no imponerle una clandestinidad peligrosa, en que su vida se pone en riesgo por falta de garantías médicas. Hoy, donde aun está penalizado, resulta una práctica generalizada, a la que solo podrán recurrir con cierta confianza quienes puedan pagar una mejor atención y esto también es profundamente injusto.

Naturalmente, somos conscientes de que hay una corriente doctrinaria que estima que el precario feto de menos de doce meses es titular del derecho a vivir. A nuestro juicio no es aún una persona autónoma, no posee condiciones naturales para sobrevivir fuera de su madre, dista mucho de ser considerado una individualidad titular de derechos y obligaciones. No puede hablarse de un “homicidio”, como con exceso de lenguaje se hace desde ciertas corrientes filosóficas. Hay una indiscutible expresión de vida, como la hay en un óvulo fecundado in vitro y congelado y nadie pensaría que es un homicidio destruirlo. Es una potencialidad de vida, pero no la vida de una persona. Una semilla es una semilla, capaz de generar un árbol, pero no es el árbol.

En un terreno ético, por otra parte, toda sociedad establece un mínimo que, para convivir, adopta con el carácter imperativo de la ley. El resto es el mundo de las diversidades y, por lo tanto, dominio de la libertad. Hay quienes creen que la unión entre dos personas del mismo sexo es inmoral y hay que prohibirla legalmente y hay quienes pensamos a la inversa. La pregunta es: ¿alguien tiene derecho a imponerle a otro su moral, cuando no media un mínimo consenso social? Que la ley obligue a un médico del Estado, de filosofía cristiana, a practicar un aborto es violentar su libertad de conciencia y está bien reconocer su excepción. Que la ley ordene castigar como delito el aborto a una mujer que llegó a esa situación por no sentirse habilitada para una maternidad responsable, ¿no es también una coacción que violenta su libertad de conciencia? A nadie se le impone un aborto. Pero, a la inversa, ¿por qué se condena a quien siente que su necesidad se lo impone?

Por la convicción que expresamos pensamos también —y no lo callamos por un deber de lealtad— que la solución legal votada en la Cámara de Diputados no es buena. Someter a quien llega a esa situación, llena de temores, a todo un trámite que incluye un tribunal examinador de tres miembros y un período de reflexión, es reiterar la arcaica idea machista de que la mujer no posee criterio suficiente para manejar su vida. No se asegura, además, la imprescindible privacidad del acto y por eso nos tememos que este camino legal no alcance eficacia en el terreno práctico, manteniendo vigente la clandestinidad. En cualquier caso, esperemos que sea solo un primer paso para que la sociedad uruguaya supere la vieja hipocresía de asumir que no existe lo que sí existe y permita que la mujer avance un paso más en el camino de reconquistar derechos que por siglos se le negaron.



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