Dogmatismo judicial

Por Julio María Sanguinetti

Las convicciones personales no están por encima de aquello que las leyes establecen en forma indubitable. Y ello debería formar parte del marco deontológico de todo juez.

Una señora juez de la ciudad de Mercedes acogió el recurso de amparo de un ciudadano que, declarándose padre de un feto en gestación, pidió impedir el proceso de interrupción del embarazo que la madre había solicitado conforme a la ley vigente. El reclamante no es esposo ni concubino. Tuvo una relación con la señora y ésta resolvió que, no teniendo condiciones suficientes para tener el hijo, quería abortar.

Lo hizo conforme a la Ley 18.987: “vio al médico, vio al equipo, expresó razones, está dentro de las doce semanas”, reconoce la juez; pero, según ella, la ley “no puede entenderse e interpretarse como una operación matemática” y, en consecuencia, asume —por sí y ante sí— que no están cumplidas todas las actuaciones.

Lo grave es que actúa como si la ley no existiera. Habla de un “derecho del padre” sin base jurídica y que, implícitamente, descartó la ley al reconocerle ésta sólo a la mujer el derecho a interrumpir el embarazo.

De un modo absolutamente dogmático dice que “no cabe duda que la mujer tiene derecho a decidir sobre su capacidad o autonomía reproductiva”, pero que “una vez producido el embarazo la situación es otra porque al haber un ser humano nuevo con derechos inherentes a su condición de tal, protegidos legalmente, la decisión de interrumpir el embarazo no atañe solo a su cuerpo sino que realmente también afecta a otro ser humano, con vida”. O sea que para la magistrada la ley no existe, la maternidad no es un derecho de la madre, la disposición de su cuerpo tampoco.

Nuestra ley se ha puesto en la hipótesis, mayoritaria en el mundo, de que solo estamos ante una persona humana, sujeto de derecho y obligaciones, cuando se ha llegado a un cierto lapso desde la fecundación: 12 semanas en Francia, igual que en Uruguay, o 14 semanas en España o hasta 24 semanas en el Reino Unido. De este modo, la legislación mayoritaria ha procurado un equilibrio entre los dos valores: la libertad de conciencia de la mujer, su derecho a una maternidad querida y, por otro, la protección del valor de la maternidad. Los plazos no son del todo arbitrarios: se basan en la consideración del momento en que el feto pudiera tener una posibilidad de vida; mientras no tiene esa condición de existencia, hay una potencialidad de vida pero no una persona humana.

Son ridículas las dos citas constitucionales que formula la magistrada. La del artículo 7 es la expresión genérica de que todos tenemos derecho a ser protegidos en nuestra vida, honor, libertad... Justamente, la ley se ubica en la hipótesis de que no hay un ser humano vivo en esa etapa de la gestación. Es una potencialidad pero no una vida completa. La cita del artículo 332 es aún más inconsistente porque éste señala que no dejará de reconocerse cualquier derecho inherente a “los individuos” aunque no exista ley y, precisamente, aquí es lo que hay: una ley que resolvió el espinoso tema de cuándo tenemos una persona humana.

También se invoca el Pacto de San José de Costa Rica que, por supuesto, no está por encima de nuestra Constitución, o de su interpretación auténtica mediante la ley, sino que se aplicará en cuanto no colida con nuestro régimen. No hay supranacionalidad. Otras constituciones así lo establecen, pero la nuestra no. De modo que el legislador uruguayo es soberano y, en este caso, ha establecido claramente las condiciones para interrumpir un embarazo. El principio del Tratado, por otra parte, es absolutamente genérico y de él no se desprende ninguna prohibición taxativa.

De este modo oblicuo, se saltea la ley y se intenta reabrir la discusión sobre la despenalización del aborto. Y bien: nadie piensa que el aborto es algo deseable, como nadie considera al divorcio un éxito. Por el contrario, son situaciones de fracaso, pero que existen en los hechos y deben resolverse del mejor modo. El ideal es que los matrimonios se lleven bien, pero si no es así, ¿tiene sentido mantener artificialmente unida a una pareja desavenida, impedir que se reconstruyan sus vidas e imponer a los hijos algo intolerable? Del mismo modo, todos querríamos que cada gestación terminara exitosamente en una nueva vida, plena de oportunidades. Desgraciadamente, hay situaciones de pobreza o condiciones de vida que hacen que una maternidad pase a ser una carga y no una bendición. ¿Se le impone entonces a la mujer la maternidad a cualquier precio, condenándola a ella a una situación penosa y a su hijo a una vida cercenada por la imposibilidad de una crianza adecuada? ¿Se la lleva a una situación límite de buscar un aborto clandestino, con menos garantías, en que la pobreza pasa a ser un factor determinante?

Hay religiones que dogmáticamente niegan el divorcio como niegan el aborto. Hay otras que tienen posiciones mucho más liberales. Para los moralistas cristianos protestantes, por ejemplo, solo hay una persona desde el nacimiento, que es el “umbral decisivo” de la vida y en consecuencia no hay penalización.

El debate el país lo dio, seriamente, en los últimos años. Desde la primera presidencia del Dr. Vázquez, en que se dictó una ley y el Presidente la vetó, hasta el período anterior en que se votó la ley vigente. Fueron años de serio debate filosófico. Finalmente lo resolvió la ley. ¿Puede una señora juez, por sí y ante sí, actuar como si esa norma no existiera? Ella tendrá su convicción religiosa, que respetamos, pero debe saber que en la República las leyes deben cumplirse, guste o no guste.

Es muy importante para nuestro sistema el modo cómo se resuelva esta situación. No es un caso aislado. Se trata de decidir si predominará el derecho positivo o la convicción filosófica de cada juez, impuesta dogmáticamente, más allá de las normas.



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