Prejuicio y ensañamiento

Por Julio María Sanguinetti

En el gobierno hay tendencias o figuras que siguen en combate contra una dictadura que terminó hace 32 años. Entre el triste tema de los desaparecidos, en que —desgraciadamente— tan pocos resultados se han obtenido; las discusiones en torno a los servicios de inteligencia y los presuntos privilegios de que gozan, los militares han sido blanco predilecto de una explotación demagógica que no cesa.

Entre el ex Presidente Mujica y el fallecido Ministro de Defensa Eleuterio Fernández Huidobro detuvieron los improvisados intentos de reformas de la estructura militar y de su sistema de retiro. Los viejos tupamaros, que se sienten “combatientes en retiro”, son —curiosamente— quienes han tenido más comprensión para sus antiguos enemigos. Ahora el tema vuelve a la carga al producirse un cambio en la Vicepresidencia, que se está presentando poco menos que como una reconfiguración parlamentaria (aparentemente el renunciado Sendic era el responsable de que no se aprobaran las leyes).

Para ubicar el tema, digamos que los militares reciben los peores salarios del Estado: más del 50 % tienen un ingreso aproximado de $16.000; más del 60% de ellos viven bajo la línea de pobreza y se calcula que están en la indigencia un 20%. Los oficiales superiores tampoco nadan en la abundancia.

En general, los gastos de Defensa se han reducido de un 3,9% del PBI hace 30 años, a un 0,6%. La reducción de efectivos ha sido muy fuerte y hoy cotizan para el retiro menos de 27.000 activos, cuando los retirados y pensionistas superan los 50.000. Esta posibilidad de reducir el número de cotizantes por voluntad del Estado “empleador” le da a este servicio de retiro una particularidad más, que se añade a las propias de la profesión militar, sometida a disciplinas, exclusividades y retiros impuestos, muy  diferentes a la situación de cualquier funcionario del Estado.

La Caja Policial, que es a la que más se parece (y que también recibe una asistencia financiera del Estado del orden de 120 millones de dólares), vive la situación contraria, porque el personal ha aumentado y las remuneraciones se han mejorado mucho más.

Esto hace particularmente injusto el “impuesto” proyectado, que termina quitándole a los pasivos que ganan nominalmente más de 50 mil pesos, un porcentaje entre el 26% y el 50%, que resulta prácticamente confiscatorio y violatorio del art. 67° de la Constitución, que establece los criterios de ajuste de las pasividades. Cabe señalar que este proyectado impuesto se suma al que ya se paga por asistencia a la Seguridad Social (el IASS), haciendo aún más notoria la inconstitucionalidad. En efecto, de acuerdo con esa disposición, el Estado tiene que abonar las diferencias que sean necesarias para pagar las jubilaciones con los incrementos allí dispuestos por subas en el Índice Medio de Salarios. Estamos ante un modo oblicuo de violar la norma al disminuir el monto mínimo garantizado por la Constitución, expresamente referido al índice salarial

La Corte, en un momento anterior, ya dictó sentencias en un sentido contrario al que mencionamos, pero su integración ha variado y probablemente un reestudio de la situación  pueda también variar el criterio jurisprudencial sostenido.

Otra manera de ver las cosas es señalar que al aplicarse el nuevo sistema de modo coactivo a quienes tienen entre 10 y 19 años de actividad, se afectaría a un 25% del personal, incentivándolo así a retirarse y producir un descalabro importante en los mandos medios de la institución. Por otra parte, al establecer un mínimo de 25 años de servicios al personal superior y 22 al personal subalterno, puede ocurrir que, sin tener aún esos años, muchos pueden caer en el retiro obligatorio por edad (que es muy estricto para cada grado), lo que les deja sin amparo.

Que se aumenten las edades de retiro parece lógico. Un coronel a los 55 años, un teniente coronel a los 52 y un general a los 60, están en la plenitud para ejercer sus funciones. Retirarlos obligatoriamente es un contrasentido. Eso sí que es bien lógico, pero no debe ignorarse que la prestación del servicio es muy distinta a la de un funcionarios público promedio. La disciplina es totalmente distinta, las horas extras no existen, la licencia anual no es un derecho y se les da cuando el superior lo dispone, la prestación del servicio puede significar mudarse a otro departamento, con los consiguientes problemas familiares, sin contar —además— los riesgos inherentes a cada profesión, porque entrenarse con armas de fuego o manejar un helicóptero no equivalen a informar un expediente.

Este es uno de los aspectos más importantes del problema, porque suele ignorarse el esfuerzo permanente que hay que cumplir para estar siempre a la orden. Si se da una catástrofe natural, los efectivos tienen que salir inmediatamente; si se produce un accidente en mar o aire, deben estar en orden de operación las naves o aeronaves; si existe una amenaza en la frontera, es necesario que unidades con conocimiento del terreno puedan operar rápidamente. Esto supone instrucción permanente. Y un equipamiento que desgraciadamente está muy debilitado y debiera ser una preocupación relevante .

Desgraciadamente, el debate transcurre en un espacio muy lejano a una reflexión serena sobre las necesidades del Estado, a fin de asegurarle a la sociedad los mínimos imprescindibles de seguridad colectiva. Los prejuicios, los eslóganes, la ignorancia del tema, campean. Ojalá no sean los que predominen.



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