No hay que matar a la cabra de Boris

Por Luis Hierro López

La desigualdad está en la condición humana y en sí misma no es inmoral. Lo moralmente censurable es que las sociedades la acepten y no luchen contra la pobreza.

Steven Pinker, a quien siempre puede recurrirse para encontrar síntesis aleccionadoras, dedica varios párrafos al tema de la desigualdad, en su libro de lectura obligatoria "En defensa de la Ilustración", recordando una vieja anécdota, personificada esta vez en dos campesinos rusos: Igor y Boris son unos campesinos extremadamente pobres que apenas logran cultivar en sus pequeños terrenos lo suficiente para alimentar a sus familias. La única diferencia entre ellos consiste en que Boris posee una cabra escuálida. Un día a Igor se le aparece un hada y le concede un deseo. Igor dice: "mi deseo es que se muera la cabra de Boris".

Huelga decir que la clave de la anécdota es que los dos campesinos han llegado a ser más iguales, pero ninguno de los dos ha mejorado su condición, aparte de que Igor haya satisfecho su envidia. Una visión más matizada de esta idea la ofrece el filósofo Harry Frankfurt en su libro de 2015 Sobre la desigualdad. Frankfurt sostiene que la desigualdad no es moralmente censurable en sí misma; lo censurable es la pobreza. Si una persona vive una vida larga, saludable, placentera y estimulante, entonces resulta moralmente irrelevante cuánto dinero más ganen sus vecinos, cuán grande sea su casa y cuántos coches conduzcan. Frankfurt escribe: "desde el punto de vista de la moral, no es importante que todos tengan lo mismo. Lo que importa en términos morales es que cada uno tenga lo suficiente". En efecto, la visión estrecha de la desigualdad económica puede resultar destructiva si nos convence de que matemos a la cabra de Boris en lugar de averiguar cómo pudo conseguir Boris tener una cabra.

Algún mérito tuvo Boris para poseer una cabra, lo que los "justicieros" de todos los tiempos no pueden desconocer. Cuando los gobiernos de cualquier signo han querido arrebatar la cabra de Boris, imponiendo la igualdad a la fuerza, han atentado contra la propiedad privada primero y contra la libertad después.

La sociedad uruguaya siempre reconoció y promovió a los "Boris" de turno. En sociedades como las nuestras, formadas en torno a las epopeyas silenciosas de nuestros abuelos inmigrantes, que forjaron aquí sus vidas bajo la consigna del esfuerzo, la decencia y el trabajo, no tiene sentido que haya quienes intenten desconocer el significado del mérito personal y familiar, que ha sido la base de la movilidad social ascendente que nos ha caracterizado, garantizada históricamente por políticas públicas -pioneras en nuestra región- basadas en la equidad en el punto de partida y en la enseñanza gratuita al alcance de todos. Pero no hay una cosa sin la otra, no alcanza sólo con el mérito: hay que premiarlo a través de un clima cultural e intelectual que los países deben promover.

Sin embargo, por acá cerca -y seguramente con ecos entre nosotros- el presidente de Argentina, Alberto Fernández, aseguró que "lo que nos hace crecer o evolucionar no es verdad que sea el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años. El más tonto de los ricos tiene más posibilidades que el más inteligente de los pobres".

A esa prédica se sumó, y no por casualidad, el Papa Francisco, agregando una cita supuestamente bíblica y sosteniendo que "quien razona con la lógica humana, la de los méritos adquiridos por la propia habilidad, pasa de ser el primero al último. Usan una palabra bella, el mérito, pero se está transformando en una legitimación ética de la desigualdad"

No es cómo dicen los dos ilustres argentinos cuyas opiniones resumimos. Argentina está viviendo precisamente una de sus reiteradas y profundas crisis por haber desconocido, desde hace setenta años, las normas de la economía de mercado y de la convivencia republicana, basadas en algunas cuestiones de sentido común: Igor no se hizo rico por matar a la cabra de Boris. Los dos hermanos quedaron igualmente pobres, ese estigma viejo y persistente.




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