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Nada del mundo le era ajeno

Por Julio María Sanguinetti

Pocas veces una vida es un espectáculo en sí misma. Cuando la apostura física, la elegancia en el decir, el genio para hacer, la generosidad para brindar y la entereza para soportar se reúnen en una misma singularidad, no podemos dejar de admirar a la raza humana. Nos reivindicamos con ella, superando sus miserias y limitaciones. Es lo que sugiere Carlos Fuentes, que hoy desaparece materialmente de nuestra vista, dejándonos sin embargo ese legado formidable. De obra y de ejemplo.

Estos días nos estaba convocando a su viejo grupo de amigos para las reuniones del Foro Iberoamérica, que él presidía con entusiasmo y un fascinante espacio de pensamiento. En ellos derramaba talento y generosidad. La última vez que estuvimos juntos en una de esas reuniones, entre risas le reproché que en La Silla del Águila pusiera en boca de un viejo ex presidente esta frase: “La victoria de ser presidente desemboca fatalmente en la derrota de ser ex presidente”. “Hay vida después de la presidencia”, le dije. Y tan buena como la de poder compartir esas horas con él.

Hijo de un diplomático, muchos de sus años jóvenes los vivió fuera de su patria. En Buenos Aires compartió su vida con los mayores talentos de la época y aprendió a bailar el tango con un sorprendente estilo rioplatense. Vivió también en Panamá, en Quito, en París, en Londres, pero sus estudios fundamentales los hizo en México. Ese México entrañable que respiraba en sus novelas con la fuerza que emana de La muerte de Artemio Cruz o de La región más transparente, donde sufría de los desencuentros mexicanos con aquella tremenda frase que su personaje Ica Cienfuegos le espeta al ilustrado europeísta: “En México no hay tragedia; todo se vuelve afrenta”. O bien de aquel desafío que el viejo abogado Zuriaga le lanza a un joven colega: “Usted desciende de una gran familia, yo desciendo de una desconocida tribu. Usted ha olvidado lo que sabían sus antepasados. Yo he decidido aprender lo que ignoraban los míos”. Ese México profundo convivía con su condición de ciudadano universal. Nada del mundo le era ajeno. Y atento siempre a lo nuevo, lo asentaba en viejas raíces, que identificaban a América con Europa y a Europa con América.

Cultivaba la novela añadiendo al dominio del lenguaje la inmensa sabiduría humana que brotaba de sus personajes. También usaba la crítica para adentrarse en el mundo de otros escritores, con penetración y agudeza, al tiempo de revelar la mejor América latina, la que supo crear los mayores relatos del siglo XX en medio de guerrillas y golpes de Estado, de guerra fría y conspiraciones vernáculas.

Nunca dejó de cultivar el periodismo. El artículo lo seducía para enfocar la vida contemporánea. Allí emergía su pensamiento, plural, democrático, abierto, mexicano siempre para reivindicar su revolución y apoyar y cuestionar, según cada tiempo, el ascenso y cristalización de la cubana. Nunca se dejó encasillar ni manipular. Incluso cuando fue embajador renunció a su cargo el primer día en que discrepó con su gobierno.

Lo vimos soportar las mayores tragedias con coraje y entereza. Perdió dos hijos, acaso el mayor vacío al que se pueda condenar a un humano. Su corazón sangraba, pero su compromiso con la literatura le redimía de dolores, aplicado al trabajo, con disciplina monacal. Por encima de estos dolores, su vida alcanzó la grandeza de la ejemplaridad. Por ser auténticamente mexicano fue latinoamericano. Y en esta condición explicó nuestro mundo, como nadie, en las capitales anglosajonas. En Londres, donde vivió con alegría desde un lugar de trabajo, en Nueva York, donde nos dio voz a los de habla castellana, elevándonos a la universalidad.

Las nuevas generaciones tienen en su obra una ventana hacia nuestro mundo americano y la condición humana. En ella seguirá viviendo. Aun después de que se apague ese recuerdo admirativo que nos deja a quienes tuvimos el privilegio de su amistad.



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