Luis Batlle, esa llama encendida

Por Luis Hierro López

El libro que acaba de publicar Julio Sanguinetti sobre Luis Batlle tiene la enorme virtud de rescatar una memoria querida y querible para los batllistas y para los republicanos. Don Luis personificó a la democracia y a la República y esa es la imagen que debe trasladarse a las nuevas generaciones.

Tuve pocos encuentros con Luis Batlle, pero el que paso a narrar fue realmente muy fuerte, inolvidable. Cuando yo tenía 16 años y manejaba, de contrabando, el auto de casa –mi viejo era un chofer imposible–, fui un día a buscar a Papá al diario Acción y en la puerta de la redacción política me encontré con él, con Luis Batlle, el caudillo ya entonces mítico. En tono medio paternal y medio autoritario me preguntó qué haría yo el próximo fin de semana y ante mis titubeos me dijo, imponiéndose: “¡Usted viene conmigo a Fray Bentos!”

Eso ocurrió en octubre de 1963, cuando el partido ya se había recuperado de la derrota del 58 y cuando don Luis se encontraba otra vez en el apogeo. La invitación representó para mí, exactamente, “el sueño del pibe”.

Fuimos en su auto hasta Fray Bentos. En el camino ocurrió un episodio que muestra la talla de don Luis. Había unos obreros de vialidad trabajando en el camino y alguno de ellos gritó algo contra Batlle. Yo no escuché exactamente lo que dijo, pero el tono era indudablemente ofensivo. Batlle hizo parar el auto, ante la incomodidad de sus acompañantes, el chofer Silva y un amigo, según recuerdo “el gato” Bruno. El caudillo se bajó del auto y se dirigió en solitario, por su cuenta, a los trabajadores. El capataz de vialidad se adelantó para evitar un enfrentamiento y don Luis les preguntó, seco, directo, valiente como era: “¿Alguien tiene algo que decir?”. “No, don Luis”, fue la única respuesta.

Un obrero de vialidad había dudado de la moralidad de Luis Batlle, así como antes lo hicieron los conservadores respecto a Pepe Batlle y así como lo hicieron después unos desquiciados respecto a Jorge Batlle. Si algo sabe hoy la República es de la moral de los Batlle.

En Fray Bentos tuve con don Luis el fenomenal bautismo político de verlo en acción: con su expresión directa y fuerte, su carisma varonil y popular, su cercanía con la gente y esa convicción que trasmitía en cada uno de sus actos, demostrando que lo suyo era una misión, como un fuego en marcha. Don Luis ya era entonces un enfermo cardíaco grave –esto que cuento ocurrió unos pocos meses antes de su muerte- pero mantuvo en esa gira su energía y vitalidad. Impregnaba su acción política con pasión, con un ardor que le daba a su carisma un sostén histórico, un contexto casi legendario. Era muy difícil resistirse a la magia de esa atracción que los grandes líderes promueven. Luis Batlle, Luisito, ejercía naturalmente ese gran imán que conmueve a las multitudes.

El gran caudillo tenía también sus momentos de reflexión. De tarde, antes del acto, me invitó a caminar por Fray Bentos y entramos solos, él y yo, a la iglesia de la plaza céntrica, una sede religiosa sin oropeles, sencilla y con dimensión humana. Allí me dijo algo que repito ahora, 51 años después, en lo esencial, aunque quizás las palabras no sean exactas: “lo mejor de las iglesias es el silencio, todo lo demás no sirve”. Don Luis me estaba diciendo que lo que importa siempre es la gente, sus sentimientos, sus creencias, el silencio o las emociones que las personas consagran. No las iglesias o sus dogmas, sino las personas.

Ese don Luis que yo conocí apenas, pero al que admiré en mis años de formación, es el que con notable sentido periodístico e histórico retrata Sanguinetti, rescatando con la veracidad de los hechos un tiempo crucial en el que Luis Batlle fue un notable protagonista.

El libro subraya algunas cuestiones que se van olvidando o no se han destacado mucho: el enorme valor que tuvo Radio Ariel en la proyección del liderazgo de Luis Batlle, su lucha por la República española y contra Franco, su cruzada a favor de la creación del Estado de Israel, los enfrentamientos con el peronismo, jornadas todas a favor de la libertad y de la democracia, que fundamentaron la popularidad que Batlle tenía entonces en Montevideo. Su liderazgo se vincula estrictamente a la raíz liberal y progresista del país.

También demuestra Sanguinetti que el proyecto industrialista de Luis Batlle fue una apuesta deliberada y sensata a favor de la independencia del país, en un mundo proteccionista en el que escaseaban productos básicos como el trigo. Aún hoy se critica a Luis Batlle por haber favorecido un industrialismo supuestamente superficial, pero Sanguinetti confirma que esa fue la única opción posible de un país pequeño que tenía que luchar contra los proteccionismos de Europa y de Estados Unidos, a donde Batlle precisamente viajó para defender el trabajo de los uruguayos. El industrialismo de Luis Batlle significó la incorporación de capitales extranjeros y de tecnología novedosa, con lo que se generaron fuentes de trabajo genuinas y se afianzó la distribución de la riqueza. Hoy no importa tanto la industria textil, sino la forestación y la celulosa, pero el sentido es el mismo: defender el trabajo de los uruguayos y promover nuestras exportaciones.

El libro subraya la posición inteligente y progresista de Luis Batlle en torno a las convulsiones sociales de la época y al surgimiento de los totalitarismos, a los que había que vencer en las urnas – como ocurrió durante el período luisista, con un notorio retroceso electoral del comunismo – porque a las revoluciones no hay que apedrearlas, sino que hay que meterse en ellas para tratar de conducirlas.

Luis Batlle, quien había luchado duramente contra la dictadura de Terra, fue una expresión vital de la democracia uruguaya y de la República. El libro registra también los logros culturales de ese país optimista, al que el líder marcó con su sentido pionero y progresista.

Los “luisistas”, entre quienes me encuentro desde que tenía 16 años, debemos estar agradecidos por este aporte que nos rescata lo mejor de nuestras tradiciones cívicas y políticas. Pero el resto de la gente, aun cuando se trate de personas de otros orígenes y tendencias, debe ver el libro como un esfuerzo histórico importante.

Además, como si fuera poco, las fotografías de época valen por sí solas, como un museo vivo, entretenido y elocuente, conformando un formidable testimonio gráfico de nuestra cultura, nuestra historia política y nuestra identidad.




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