Los delincuentes no tienen miedo...

Por Luis Hierro López

Un jerarca policial confesó que los delincuentes no le tienen temor a la Policía, resumiendo el fracaso del sistema penal en su conjunto, que hoy se ve superado por la ola delictiva

El inspector mayor Pablo Lotito, un prestigioso oficial, concedió un reportaje en el que explicó que los delincuentes no le temen a la Policía. Eso ocurre y es grave, pero la situación es peor aún, porque lo que está diciendo el inspector Lotito es que los delincuentes han “copado la cancha” y no le temen al sistema penal en su conjunto, es decir, la Policía, la Justicia y las cárceles.

Como el 90% de los delitos cometidos no se aclaran ni se juzgan, según lo ha afirmado el presidente de la Corte de Justicia Dr. Chediak –el Fiscal Dr. Zubía por su parte sostiene que de las rapiñas cometidas sólo se resuelve un 5%– las probabilidades que tiene el delincuente de robar o asaltar sin ser penado son muy altas, lo que es un incentivo a seguir actuando por fuera de la ley.

A su vez, la legislación ha venido agregando una serie de institutos liberatorios –excarcelación provisional, suspensión provisional de la pena, libertad anticipada, redención de la pena por horas de trabajo y de estudio, etc.– que hacen que las personas presas puedan salir en forma relativamente temprana de las cárceles, con lo que la reclusión obligatoria tampoco funciona como un castigo tan severo como para que vaya a disuadir a los delincuentes de seguir en el camino del delito.

Así las cosas, hay 60 mil o 70 mil personas –según la estimación que hizo en su momento el ex director de Policía inspector Guarteche– que han hecho de la delincuencia su forma habitual de vida, lo que ni las autoridades, ni las leyes, ni la sociedad en su conjunto pueden hasta ahora cambiar. Una resignación muy lamentable y peligrosa, ya que nos hace pensar que venimos perdiendo dramáticamente la batalla que toda sociedad civilizada debe dar, con las consecuencias conocidas: ajustes de cuentas, barrios donde la Policía no entra, amenazas a los testigos y a los propios fiscales y jueces, ingreso habitual de la droga y de armas a las cárceles, y un largo y lastimoso etcétera que muestra un escenario de crimen y de impunidad.

Para peor, es evidente que el país no tiene una política seria y permanente en la lucha contra el narcotráfico, una de las principales causas del auge delictivo. Las diferencias que se han dado en el oficialismo y las dudas que la aplicación de la ley de marihuana aún provoca, dan cuenta de la desorientación que se registra en la propia cúpula del Estado. Han crecido el consumo de drogas y el narcotráfico, con su corrosiva influencia en la Policía y en la Justicia. Y ante ese embate que puede ser letal, el Estado carece de una política clara, estable, consensuada. Si hay un tema que requiere acuerdos políticos de larga duración, visión de largo plazo y entendimientos partidarios es éste; pero ante ese desafío el país ha respondido con improvisaciones y contramarchas.

No se trata ya de seguir discutiendo si conviene que las leyes penales sean más duras o más blandas, o de insistir con la referencia a las causas sociales del delito, o de repetir que las cárceles están superpobladas y no sirven como ámbitos de recuperación. Cada una de esas explicaciones puede tener fundamentos, pero terminan siendo una especie de sociología de café que posterga la cuestión principal, que Uruguay no puede desconocer: el Estado y el gobierno tienen la obligación primaria y esencial de enfrentar al delito con eficacia y arrinconarlo en cuanto sea posible. Y lo que está sucediendo es exactamente lo contrario.



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