Locura catalana

Por Julio María Sanguinetti

El Estado de Derecho finalmente terminará prevaleciendo y las heridas que la deriva demagógica ha abierto en el seno de la sociedad catalana, habrán de restañarse con el tiempo. Lo contrario —que no ocurrirá— supondría un retroceso reaccionario, inconcebible en la España moderna y europea de hoy.

Que Cataluña, históricamente la región más modernista de España, haya derivado a esta locura secesionista, de un nacionalismo aldeano y empobrecedor, es realmente una aberración. Cuando España no estaba en Europa, sumergida en la dictadura medieval de Francisco Franco, Barcelona era la ventana hacia Europa, con sus editoriales, sus periódicos, su moda. Al entrar España a Europa, luego de la notable transición hacia la democracia, comenzó un rebrote nacionalista que lentamente fue empequeñeciendo su visión de las cosas. Empezó a ganarle un espíritu de provincia enojada, como celosa de la capitalidad de un Madrid que crecía a ojos vista en todas sus dimensiones.

Pese a todo, Cataluña mantenía su protagonismo, y cuando se elaboró la notable Constitución de 1978, participó plenamente. Su redacción estuvo a cargo de siete representantes, dos de los cuales eran catalanes: Miquel Roca, del Partido Democrático por Cataluña y Jordi Solé Tura del Partido Socialista Unido de Cataluña. La Constitución se ratificó en un plebiscito con el 87,8% de los votos, promedio superado en Cataluña, donde votó la ratificación del 91%.

Esta circunstancia es fundamental, porque demuestra que Cataluña no solo es parte de España desde hace 500 años sino que, en este tramo contemporáneo de la historia, lo ha sido por expresa voluntad y con el protagonismo que corresponde a quien es parte sustancial del Estado español. Esto hace total y absolutamente sin sentido hablar del principio de autodeterminación de los pueblos, derecho a ejercer por quienes están sojuzgados por una potencia colonial extranjera.

Esa Constitución fue el gran pacto. Los republicanos de origen socialista —y auncomunista— aceptaron la monarquía en cuanto ella era parlamentaria, los franquistas se incorporaron a la vida democrática, mientras liberales y demócrata-cristianos se sentían representados en las diversas formaciones allí presentes. En ese texto se establecieron amplias autonomías, que han permitido que vascos, catalanes, gallegos, andaluces, junto a las demás regiones, se autogobernaran. El País Vasco y Cataluña son quienes, dentro de ese esquema, han gozado de márgenes mayores de autonomía, con su justicia, su policía y su sistema educativo propios.

A partir de ese momento, España, y Cataluña por ende, han vivido los 40 años más libres y prósperos de su historia. Desgraciadamente, aquella semilla de inconformidad, explotada por años en la educación catalana, ha hecho que buena parte de su población cultivase un negativo recelo antimadrileño. Con todo, nunca fue mayoritaria la opción independentista y todo indica que tampoco lo es hoy, pese a que el desarrollo de los acontecimientos haya llevado a una cristalización pasional. Es más, los desaforados que han arrastrado a Cataluña a esta situación, sin prever las consecuencias de su deriva, han provocado la inevitable acción del Rey y el gobierno para impedir la división del Estado español. Este incuestionable ejercicio de autoridad, amparado plenamente por la Constitución, genera naturalmente reacciones sentimentales ante la presencia de los poderes nacionales. Pero también ha ocurrido que las empresas han cambiado su residencia, los bancos se han marchado y Europa ha sido rotunda en que no hay margen para que ingrese a su comunidad una Cataluña independiente. Con lo cual se han caído las mentiras de los independentistas, que vendían un extraño paraíso.

Es notorio que el extremismo demagógico, que resiste las medidas que se han tomado, está procurando victimas. Ya lo intentaron cuando en el referéndum intervino la Policía y le hicieron creer al mundo, con imágenes bien orquestadas, que había ocurrido poco menos que una matanza, cuando solo había dos personas hospitalizadas, que se repusieron a las pocas horas.

La acción del gobierno nacional se ha encuadrado dentro de los términos de la Constitución, violada abiertamente por quienes quieren dividir el Estado al margen de toda norma legal. Es más, hicieron un remedo de referéndum, declarado nulo por la Justicia y, luego de piruetas mamarrachescas, terminaron declarando una independencia jurídica y políticamente inexistente. El camino propuesto, de cesar al gobierno catalán automarginalizado, no solo es constitucional sino que además es democrático, porque se convoca a unas elecciones autonómicas para el mes de diciembre a fin de que Cataluña retorne a la legalidad y el debate que pueda existir se encauce por los senderos de la regularidad.

Lo triste de la situación es que, aunque el Estado de Derecho prevalezca, como prevalecerá, los rencores que se han desatado, dividiendo hasta las familias, necesitarán mucho tiempo para superarse. Del mismo modo, la vida empresarial también sufrirá las consecuencias de toda esta deriva emocional provocada por una conducción demagógica que llevó a Cataluña a poner en riesgo toda la autonomía y prosperidad de que ha disfrutado estos años.

Por España, por toda la democracia occidental, anhelamos que todo se encauce. Será difícil, pero llegará, porque es impensable que ese país que tanto nos inspiró con su transición de la dictadura a la democracia, pueda caer en una división antihistórica y reaccionaria.



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