Lo legal, lo político y lo moral

Por Julio María Sanguinetti

La peripecia de Lula en Brasil, traspasa las dimensiones jurídicas, políticas y éticas. Desde los tres ángulos, su figura se introduce en un cono de sombra entristecedor, que supone la defección de quien supo transformarse de líder sindical reivindicativo en un Presidente razonable, para caer luego en la maraña de las tentaciones que suele enredar la travesía por las alturas de quienes no están preparados para esa navegación.

En el ámbito judicial, Lula arrastra varios procedimientos. El primero de ellos le ha valido una condena de varios años de prisión que el tribunal de alzada acaba de ratificar y aun hacer más severa. Actuó el juez Moro, muy respetado, y le ratificó por unanimidad el tribunal de apelaciones. Pese a todo, no faltan quienes, aún en nuestro país, despotrican contra la justicia brasileña y en ese doble código tan afín a populistas y totalitarios de izquierda, lo declaran mártir de un poder vengativo y parcial. Los hechos, sin embargo, nos dicen que el Poder Judicial brasileño viene actuando, desde 2005 en que reventó el “mensalâo”, con una gran parsimonia, cuidado de las formalidades e independencia. Tanto que no solo ha castigado a políticos sino que ha sido implacable con los mayores empresarios del país. Podrán objetarse algunos procedimientos, podrá discutirse el abuso de la peligrosa práctica de la delación premiada, pero nadie podrá decir que esa Justicia ha sido complaciente y parcial con el poder político o el económico.

Más allá de ese debate judicial, en lo político, los hechos ya comprobados demuestran fehacientemente que Lula presidió los gobiernos más corruptos de la historia brasileña. Su primer período apenas inició algunas prácticas corruptas, pero a partir del segundo y de los gobiernos Dilma (elección y reelección), se inició el desbarranque. La cúpula del PT había resuelto armar una maquinaria electoral imbatible, que le eternizara en el poder. Y para sustentarle puso a Petrobras como epicentro de una corrupción que se hizo sistémica. No fue un desvío de algunos funcionarios actuando por su cuenta, cosa de la que ningún gobierno está libre. En el caso, se armó una estructura que empezaba en las alturas con los ministros más importantes, desde el de Economía hasta el de la Presidencia. El primero, Palocci, ha sido rotundo en señalar que el Presidente Lula fue quien hizo el acuerdo financiero con el empresario Marcelo Odebrecht para las grandes financiaciones políticas. No hay duda que una estructura de esa magnitud no se podía llevar adelante sin el Presidente. Salvo que pensáramos que era un pobre incapaz, manejado por un camarilla de ladrones que a sus espaldas movían los piolines para que diputados díscolos votaran o hubiera raudales de dinero para toda la movilización política.

Eso nos lleva de la mano al tema moral. A la luz de todo lo comprobado, ¿puede el ex Presidente decir que nada tenía que ver? ¿Puede éticamente desligarse de su responsabilidad en el armado de esa estructura? Sus propios colaboradores están diciendo que él estaba en el vértice de la pirámide, pero aun sin esas confesiones, no hay duda de que un sindicalista sagaz, con años de experiencia en el manejo de realidades políticas (aunque no fueran las del Estado), no podía ser tan ingenuo que no advirtiera lo que ocurría. Por otra parte, digámoslo con toda claridad, era pública y notoria su cercanía a la firma Odebrecht. Recuerdo haber leído en diarios, como una noticia normal, que —salido ya de la Presidencia— había viajado a Venezuela con los jerarcas de esa firma para ayudarles a cobrar sumas derivadas de obras públicas adjudicadas a dedo en la satrapía “bolivariana” (con perdón del Libertador).

Por donde se le mire, lo de Lula es trágico. Muy lamentable. Porque en su caso da la impresión que más que un empeño de enriquecimiento personal hubo el desvío moral de una ambición que se había desatado y quería conservar el poder a todo trance, indefinidamente. A partir de allí, embriagado con su omnipotencia, creyó que hasta podía recibir un “triplex” en Guaruyá y que no pasaba nada. Y que se podía enriquecer todo su entorno de un modo escandaloso y que nadie le cobraría cuenta. Incluso que podía desarrollar esa conmixtión espuria de poder público y privado que hacía de él un Emperador popular.

Es verdad que, pese a todo, mantiene un segmento de población que le acompaña. Es gente que recibió muchos beneficios de él en tiempos de “vacas gordas” y que, en su mayoría, se identifican todavía con el viejo obrero, salido de las clases populares. No otra cosa muy distinta pasa con el kirchnerismo, que aún convoca a gente agradecida y que acoge —por oposición— la falsa idea de que han llegado al poder los ricos para quitarle beneficios. No creemos que esa popularidad le sea suficiente a Lula para retornar al poder democráticamente, pero nadie —por más popular que sea— puede atropellar las leyes, conducir una operación sin precedentes de uso de los dineros públicos con fines privados e instalar la corrupción populista de que quien tiene votos puede alzarse con el dinero de la sociedad abusando del poder del Estado.

Repetimos, es todo muy triste. Pero a la corrupción hay que llamarla por su nombre. Lo contrario es que todos nos hagamos cómplices de ella. Como ocurre con políticos uruguayos que van a participar de asonadas para presionar a la Justicia brasileña.



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