La tradición constitucionalista

Por Julio María Sanguinetti

A 100 años de la Constitución de 1917 y 50 de la de 1967, se impone un repaso de la tradición constitucionalista del país.

Se ha celebrado este año el centenario de la Constitución de 1917, primera reforma de la original de 1830, en la que se separó la Iglesia del Estado y se dividió el Poder Ejecutivo en un Presidente y un órgano colegiado, el Consejo Nacional de Administración.

También estos días se han estado conmemorando los 50 años de la vigente Constitución de 1967, la que retorna al presidencialismo (luego del colegialismo de la de 1952) e introduce disposiciones modernizadoras, como la creación del Banco Central, el Banco de Previsión Social y las Oficinas de Planeamiento y de Servicio Civil.

Fue ese un intento fundamental para rescatar la integridad del Estado en tiempos turbulentos de la región y del país. Desde 1959, la revolución cubana había incendiado el continente con su mística revolucionaria. No se había demorado tampoco la respuesta de la guerra fría, con el golpe de Estado de 1964 en Brasil. Ya por entonces nuestro país sufría la guerrilla tupamara, que había traído a la pacífica democracia uruguaya el lenguaje de las armas que hasta el propio Che Guevara había descartado para el Uruguay en su célebre discurso en el Paraninfo de la Universidad.

Por entonces, un gobierno colegiado deliberativo naufragaba en medio de una situación muy negativa de comercio internacional y de una presión de corporaciones hasta entonces desconocida. Esa situación lleva a la personalización del Poder Ejecutivo, a la prolongación del período de gobierno a 5 años y la disposición de nuevas atribuciones al Presidente de la República: envío de leyes de urgencia, contralor de los Entes Autónomos e iniciativa privativa en materia de precios y salarios. Esto último ha sido fundamental, hasta nuestros días, porque el Parlamento puede hacer inmanejable cualquier situación financiera, al ser normalmente débil frente a los reclamos gremiales. Puedo recordar, por ejemplo, que fijábamos el precio de la remolacha con las barras llenas de los cultivadores de Canelones. ¿Quién se oponía a su reclamo de precio?

Se establecieron también algunas normas dirigidas a enfrentar críticas muy fuertes que estaban recibiendo los políticos en general. Así es que se elimina el régimen del 3 y 2 en los Entes Autónomos, que predeterminaba la integración política de los Directorios, sin siquiera una negociación. Se da intervención a los interesados en varios organismos, como el Banco de Previsión Social, por ejemplo. Tácitamente se derogó la discutida ley que permitía a los legisladores importar automóviles sin impuestos y expresamente se prohibió que cualquiera beneficio que correspondiera a un legislador al final de su período, se percibiera antes. Esto fue lo que se discutió últimamente en el caso Sendic. Dicha norma había nacido para impedir las llamadas “cooperativas electorales”, en virtud de los cuales iban renunciando, uno tras otro, los cuatro o cinco titulares de una banca parlamentaria, jubilándose en hilera.

Desgraciadamente, la nueva Constitución no fue suficiente para organizar el desborde de aquellos años pero sí ha sido muy eficiente para regular la restauración democrática. Desde 1985 ha regido sin interrupciones y con un correcto funcionamiento, al punto que la mayoría de los catedráticos piensan que no es oportuno abordar su reforma. Se modificó sí el sistema electoral, en 1997, para establecer la doble vuelta electoral, impuesta por la circunstancia de que el viejo bipartidismo colorado y blanco había sido superado por la presencia, ahora tripartita, del Frente Amplio. El doble voto simultáneo generaba Presidentes institucionalmente débiles y se hacía imprescindible que llegaran a la primera magistratura robustecidos por un voto mayoritario de la ciudadanía.

Por supuesto, siempre una Constitución puede ser mejorada, pero no hay nada peor que responder a la casuística de planteos parciales para modificar un texto que requiere armonía. El texto mayor solo puede replantearse cuando hay una necesidad institucional poderosa que lo reclama, nunca para temas secundarios, que en la mayoría de los casos puede resolverse por ley.

Desgraciadamente, en los últimos años, menudean los planteos muy menores de reforma y, por su parte, el Parlamento ha demostrado poco respeto a la majestad de las normas constitucionales, con disposiciones que específicamente las violan. En algunos casos, se lo hizo con voluntad y conciencia de que se estaba actuando más allá del derecho, como fue en la famosa ley interpretativa de la ley de caducidad, que hasta Eleuterio Fernández Huidobro, entonces Ministro, advirtió que inequívocamente se marchaba hacia un pronunciamiento de constitucionalidad adverso. Y así la Suprema Corte de Justicia ha tenido que actuar con frecuencia y, en términos generales, felizmente lo ha hecho con justicia para preservar la integridad del Estado de Derecho. Sin ir más lejos, dentro de muy poco lo tendrá que hacer si se vota, a tambor batiente, la ley que impone impuestos retroactivos a las pasividades militares.

No es menor esta actitud en un país que si tiene una tradición es la institucionalista. Nuestra propia independencia nace de la vocación del artiguismo por el orden republicano, definido precozmente en las Instrucciones de 1813, cuando en Buenos Aires no se tenía aún la idea de la independencia y mucho menos de la República, envueltos los constituyentes de Tucumán, en 1816, todavía, en proyectos monárquicos. Bueno es celebrar ,entonces, estos aniversarios constitucionales, afirmativos de lo mejor de nuestra historia política.



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