Edición Nº 1043 - Viernes 11 de julio de 2025

La pulseada por la laicidad es una batalla política

Los sindicatos y parte de la opinión pública han intentado probar al gobierno y a la ANEP, la Administración Nacional de Educación Pública, promoviendo el uso de tapabocas con signos políticos en las aulas y fue firme y clara la actitud de las autoridades, prohibiendo esos excesos. Tras esa decisión, los promotores de la protesta abandonaron su prédica, pero no hay dudas de que vendrán paros y otros ejercicios similares, como ya se anuncian, porque no se trata sólo de oponerse a la LUC, sino de ejercer la militancia política e ideológica de todas las formas posibles.

La Constitución y las normas de la Enseñanza son claras: no se puede hacer ninguna manifestación de índole política adentro de los locales educativos y las autoridades tienen la obligación de impedir cualquier manifestación en ese sentido.

El uso de tapabocas con expresiones contra la ley de urgente consideración está prohibido y ello no tiene vinculación con la "libertad de expresión", como insólitamente pretende interpretarse sino con la necesidad de no influir en la opinión que se vayan formando los alumnos por sí mismos, en una relación ineludiblemente asimétrica. Como claramente lo expresó el ministro de Educación y Cultura, Dr. Pablo da Silveira, "un docente está en situación de superioridad psicológica, funcional y simbólica respecto de sus alumnos. Por eso debe autolimitarse en lo que dice y hace. Ese ejercicio de responsabilidad profesional, se llama laicidad".

Otro tanto ocurre con la colocación de carteles proselitistas en los liceos y otros centros educativos, una añeja costumbre que el país debe superar, como ha venido ocurriendo últimamente con la denuncia de las autoridades ante la Justicia y las sentencias dictadas en ese sentido.

Es interesante advertir que hay profesores que han reaccionado contra esos excesos, como Pablo Cayota, quien no dudó en censurar esos hechos. Pero, a la vez, hay otros voceros que justifican el proselitismo, aunque, preguntados en algunos programas de televisión sobre qué opinarían en caso de que las manifestaciones propagandísticas tuvieran un sentido contrario a sus posiciones, como por ejemplo el uso de tapabocas con una leyenda contra el aborto o contra el Frente Amplio, no dudaron en afirmar que esas conductas sí violarían la laicidad. Es decir, para algunos dirigentes sindicales y políticos la laicidad vale en algunos casos y en otros no.

Es muy claro que esta es una lucha política. Hoy la protesta es contra la ley de urgente consideración, pero mañana será por cualquier otro asunto: se trata de ocupar los espacios de la Enseñanza, de hacer política en los liceos, de imponer el relato frenteamplista en las aulas y de trancar a las autoridades en todo lo que sea posible.

Hace ya muchos años, el expresidente Mujica sostuvo con su lenguaje característico que "hay que hacer mierda" a los sindicatos de la Enseñanza, refiriéndose precisamente al poder de fuego que tienen esas organizaciones para oponerse a cualquier propuesta de cambio que provenga de los gobiernos. Se opusieron a la reforma educativa que en el año 95 promovió el gobierno colorado de entonces y se opusieron a las medidas que ensayaron las administraciones frenteamplistas, al punto que el expresidente Tabaré Vázquez no pudo sostener una declaración de esencialidad de los servicios educativos que había decretado ante unos paros. Quiere decir que la lucha viene muy de antes.

Será muy difícil esta pulseada, pero es claro que el gobierno ha marcado la cancha desde el principio, imponiendo su natural autoridad y haciendo valer los criterios del Derecho, que son los que deben prevalecer en cualquier circunstancia. Hay que acudir también a la fuerza de la opinión pública, porque es evidente que se trata de una batalla cultural que tiene amplias repercusiones: que la Universidad de la República haya aceptado que el salón principal de la Facultad de Arquitectura se denomine -injustificada y vergonzosamente- Ernesto Ché Guevara, es una expresión indesmentible de cómo fue abusada la autonomía universitaria para hacer política. Y de la peor. Ante este atropello en concreto, el gobierno no tiene facultades para actuar, no puede derogar esa resolución universitaria, ya que violaría la ley orgánica de 1958. Es la propia Universidad de la República la que debe reaccionar y, en ese campo, la opinión pública puede influir decisivamente, por lo menos para que en el futuro no se repitan esos excesos.

Va a llevar tiempo recuperar la normalidad democrática, pero es una tarea noble. La vida de la República depende de estas jornadas iniciales, sentando el postulado de que la ley prevalecerá siempre y hay que respetarla siempre.




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