La deserción del Estado

Por Julio María Sanguinetti

Estos días la sociedad uruguaya se ha visto conmovida por el asesinato de un hincha de Peñarol a manos de un grupo de fanáticos de Nacional. No fue en un estadio sino en la ciudad de Santa Lucía, a donde se dirigió en tres automóviles un grupo armado que aspiraba a conquistar unas banderas rivales. Un episodio horroroso, revelador de los males que nuestra sociedad ha ido, paso a paso, generando.

Personalmente, como se sabe soy con mucho orgullo Presidente Honorario del Club Atlético Peñarol y toda mi familia, de un modo u otro, ha estado al servicio de la institución. Escribo estas líneas, sin embargo, en mi condición de ciudadano, alejado de todo partidarismo futbolístico y, si se quiere , aun político.

No hace mucho, a raíz de episodios en el Barrio Marconi, escribí que “sobra Estado” en muchas partes y “falta Estado” en otras. Sobran funcionarios que han entrado por decenas de miles y falta, en cambio, el dominio cabal del Estado en ciertos lugares de las ciudades tanto como en algunos sectores de servicios públicos, caso de la educación.

El tema no es ni Peñarol ni Nacional, ni sus dirigentes, ni las “entradas” de las que se habla todo el tiempo de un modos superficial, como si fuera un tema de entradas organizar una expedición guerrera a Santa Lucia o pegarle un tiro en un baño del estadio a un aficionado de Peñarol, aparentemente por otro hincha de Peñarol y, aparentemente también, por un tema de venta de drogas. La palabra “barra brava”, como ha explicado recientemente el periodista Gabriel Pereyra, se usa a destajo, induciendo a pensar que es asunto del fútbol cualquier episodio que alude a alguien con esa condición, cuando normalmente está referido a droga u otras mil y una situaciones de la vida social. Es como los muertos por “ajustes de cuenta”, que, en la jerga oficial son muertos sin importancia.

La cuestión es mucho más vasta y refiere a que la sociedad uruguaya hoy muestra muy peligrosas fracturas, la que se expresa de los modos más diversos. Hay fracturas territoriales en lugares a los que la Policía casi no entra o lo hace solo cuando ocurre a algún episodio sangriento. Hay fracturas sociales, reveladas por las bandas de narcotraficantes que, sin ser ni de cerca las mejicanas, operan con una enorme impunidad. Hay un decaimiento de las autoridades, que comienza en la familia desintegrada, sigue por una escuela donde las maestras son constantemente agredidas por madres airadas, y continúa en los liceos, cuyos directores no poseen la menor estabilidad y apenas pueden mantener el orden mínimo en los establecimientos. Es notorio que la calle —cualquier calle— se ha vuelto peligrosa, y ya no hay barrios preservados de una delincuencia omnipresente, que se expresa del modo más diverso, con un nivel de violencia sin precedentes porque se mata con la misma facilidad con que se roba.

También debiera entenderse que la economía contemporánea, cada día más robotizada e informatizada, está dejando por el camino a vastos sectores de población que, por su deficiente formación, están condenados a la marginalidad; vastos sectores, además, en crecimiento, en una sociedad uruguaya cuyo sistema educativo notoriamente no alcanza la eficacia necesaria. Si el 80% de los muchachos del 20% más pobre de la sociedad no logra hacer una cuenta sencilla, está claro que ni siquiera integrarán lo que Marx llamaba el “ejército industrial de reserva”, cuando ahora no van a tener lugar aunque reduzcan su salario. No hay más bolsas para cargar en los puertos...

El tema, entonces, es por demás complejo y por lo tanto no cuenta con soluciones fáciles. Todos las posibles respuestas son hasta ahora insuficientes y el debate sigue siendo de un simplismo preocupante. Se habla de las cámaras de identificación como la solución final al problema de la violencia en el fútbol, cuando es apenas una herramienta , necesaria pero bastante limitada, sin advertir el panorama completo de la situación. Hasta se legalizó a la marihuana bajo el lema superficial de “quitémosle el mercado al narco”, cuando notoriamente se ha logrado incrementar su consumo y el mercado de las drogas avanza incontenible en el terreno de los sintéticos. El debate no es entonces la “legalización”, que en el mundo se está imponiendo, sino la falta de información sobre sus consecuencias y la tendencia de los jóvenes a la búsqueda de paraísos artificiales que hoy están mucho más allá de la marihuana. No entro a discutir esa “legalización”; lo que me preocupa es que se lo hace por impotencia del Estado. La misma impotencia que lleva a tomar distancia de los estadios de fútbol bajo la tontería de decir que es un espectáculo privado, obviamente tan privado como caminar por la calle rumbo a nuestro trabajo y precisamos que alguien cuide de la vía “pública” del mismo modo que cuando voy a un “espectáculo público” de masas y necesito que no se prenda fuego o que no me asalte alguien.

Ningún Ministerio del Interior ha tenido el dinero que ha tenido el actual Ministerio del interior. Ninguno, ni de cerca. Lo ha gastado en lo previsible, pero los resultados son negativos y —como consecuencia— su actitud siempre es el repliegue explicando que otro tiene la responsabilidad. Por supuesto que el señor Bonomi no es responsable de los males que hemos señalado antes y que fracturan la sociedad uruguaya. Pero sí lo es de ni siquiera atreverse a impulsar una ley —sin costo— dándole facultades a los servicios de seguridad que ayudan en el fútbol. Sí lo es, en cambio, de acusar a Peñarol gratuitamente, para curarse en salud de que no se le acuse de la militancia aurinegra de su señora. O , en un plano más amplio, no asumir la compleja realidad a cabalidad, no reconocer sus limitaciones y seguir aferrado a algunos criterios equivocados, como, por ejemplo, no hacer real labor de ”inteligencia” porque su vieja paranoia tupamara le impide usar “infiltrados”, así como tampoco planificar mecanismos represivos tal cual lo hacen todas las policías del mundo.

Es inaceptable que el Estado baje los brazos y diga que no puede. O —lo que es peor— invente excusas para decir que no debe. La esencia del Estado es el monopolio de la fuerza. La opción no es esconderse o el “gatillo fácil”. En esto no hay escapatoria: el Estado tiene la responsabilidad y ha de asumirla. Eso es indelegable.




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