La degradación institucional

Por Julio María Sanguinetti

El exabrupto soez del Ministro Fernández Huidobro da cuenta de una modalidad de comunicación que el hoy Presidente Mujica comenzó a instalar desde sus primeras apariciones públicas. Ese estilo no es sino un discurso que acompaña un propósito general de igualación hacia abajo, lo que termina degradando la vida de toda la sociedad.
 
Decía Octavio Paz que toda degradación empieza en la palabra. No hablaba solo el poeta sino el hombre sabio. 
Cuando una pareja se encarniza en la discusión y el adjetivo se devuelve como agravio, más aún que la palabra, se agrieta el vínculo. Si miramos hacia las instituciones, una construcción abstracta que necesita de la encarnadura de los hombres para representar su significado, la palabra y el gesto son lo primero.

El Ministro de Defensa Nacional nos mueve a esta reflexión. Cuando agravia a los médicos, al barrer, o cuando se lanza contra los partidos tradicionales con insultos soeces que él llama “metáforas”, devalúa su investidura y las instituciones. Si fuera un desliz circunstancial no nos preocuparía. La cuestión es que configura un estilo, sin límites a la vista. Baste recordar su célebre frase de que nuestra cultura occidental “está basada en lo que decía Jesús, ese flaco que lo crucificaron por gil y que se pasó predicando el perdón”.

Este modo de asumir el rol institucional por cierto que no es aislado en los tiempos que corren en nuestro país. Nuestro Presidente, que cuando quiere cuidar sus dichos lo hace con propiedad, lo instauró desde su irrupción en la vida pública. Insultó a periodistas e interlocutores varios, usó palabras lunfardas y agravios soeces; a veces se encubrió en la gracia con astucia y así se instaló en la simpatía de mucha gente. Consagró como valor la desprolijidad y el mal decir, hizo de la palabra una herramienta publicitaria y si su modo de vida, producto de su historia, es en él auténtico y respetable, su exhibición demagógica es rebajar la institución que representa. 

Naturalmente, a quien —culturalmente hablando— mire desde abajo, puede resultarle una aproximación, cuando es la renuncia a mirar hacia arriba, a que quien no posee una educación promedio sienta que está mejor ubicado que aquel otro que se esfuerza por superarse.

Es obvio que no es saludable contestar el agravio con el agravio. Pero observamos con pesar que este último episodio y en general este estilo, no provoca la reacción que debiera. Hay como una anestesia social, en que no se advierte el dolor de la caída.

Por cierto, no faltan quienes acusen de acartonamiento o antigualla a quienes pensamos que las instituciones democráticas precisan decoro y ejemplaridad. Nuestro país nunca fue aplaudidor de falsos oropeles y, salvo algún dictador del siglo XIX, nadie se salió en él de la sobriedad republicana. Nuestros Presidentes nunca tuvieron a su disposición avión presidencial, como es habitual en Estados tan modestos como el nuestro, y si antes vivían en una residencia oficial fue porque cuando la democracia se profundizó, quienes llegaban a esa dignidad no poseían viviendas adecuadas para los usos de representación del Estado. Esa residencia de la avenida Suárez ni siquiera se compró al efecto; en la época de Luis Batlle, el primer Presidente en vivir allí, apenas albergaba un servicio técnico de la Armada al que se le cambió la sede.

Nunca hubo lujo ni excesivo protocolo en nuestros hábitos oficiales. Nadie presumió nunca de nada que no fuera su trabajo o el talento que pudiera poseer. Aun aquellos de más modesto origen, como Tomás Berreta, quien miró hacia arriba y hasta hoy es un ejemplo del mejor Uruguay, el de los hijos de la inmigración que se superan a fuerza de tesón, ética y capacidad.

Nos preocupa que toda esta exhibición de ordinariez no merezca crítica. Hay demasiada gente que se deja insultar gratuitamente. Y mucha otra que no reacciona ante esa tendencia a rebajar el nivel de todo. ¿Cómo hace una maestra para enseñar a sus alumnos que hablar bien y vestir con decoro y limpieza la túnica o el uniforme son valores sociales muy importantes, que harán de ellos mejores ciudadanos? ¿Cómo hace si la dejadez y la exhibición del abandono se proponen como ejemplo? Que el primer mandatario vaya a comprar una tapa de inodoro es normal; que lo haga con la televisión detrás, no. Y esto sale luego en el mundo entero —soy testigo— como expresión de una tergiversada actitud igualitaria.

Los uruguayos, cuando crecimos como país, queríamos igualarnos hacia arriba. No en el dinero, simplemente. En la formación, en la educación, en el trabajo, en la calidad de lo que hacíamos. Igualdad, toda la posible, entonces... pero para que el discípulo se asemeje al profesor y no éste a su peor alumno. Por esa otra vía, de a poquito, todo va cayendo. Por eso se puede agraviar a los jueces y a los médicos, despreciar plebiscitos ciudadanos e ignorar las leyes. Como dice el tango, “todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor”, “igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclado la vida y herida por un sable sin remache, ves llorar la Biblia junto a un calefón”...



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