La “apariencia delictiva”

Por Julio María Sanguinetti

El derecho penal históricamente oscila entre la necesidad de preservar a la sociedad de las consecuencias de aquello que se considera delito y la preservación de las libertades ciudadanas. El máximo de seguridad suele agredir la libertad; a la inversa, el máximo de libertad puede disminuir la seguridad. La búsqueda de la ciencia jurídica y la legislación es la de ese inestable equilibrio, que vive la tensión entre la teoría y la práctica, las definiciones y el momento histórico.

En Uruguay estos días vivimos un debate chispeante entre diversos actores a raíz de la entrada en vigencia de un nuevo código de procedimiento penal que se acompasa con las concepciones de mayor aceptación universal. No me siento autorizado para comentar nada al respecto. Pero, como simple ciudadano, que no ejerce la profesión de abogado hace muchos años pero anda por la calle, me siento obligado a decir que escucho un sonsonete permanente: alguien que denunció a la Policía alguna situación de peligro y que se le dijo que no podían hacer nada si no tenían orden del fiscal de turno; y gente, a su vez, que —cuando no hay heridos— dice que ni llama a la Policía porque es inútil.

A su vez, escucho a los fiscales, algunos valerosos e independientes, que no se esconden, y les oigo decir que, con frecuencia, la demora en la tramitación ante la Policía y la Justicia, frustra la persecución de un delito. La Suprema Corte de Justicia, a su vez, informa que se hace lo más rápido que se puede y que normalmente no se demora más de unos minutos, pero el asunto es que no se sabe cuántas vueltas da antes de llegar al magistrado competente.

Acaso todos tengan una parte de razón. Unas veces el policía puede actuar con apresuramiento, así como en otras el acceso al fiscal puede no ser fluido o cuando el asunto llegó al Juzgado, el magistrado estaba en audiencia y demoró media hora en responder a un pedido de allanamiento. Todo eso puede ocurrir, porque en la vía de los hechos, en su rapidez y confusión inicial, las cosas pueden no ajustarse estrictamente a la ley. También, a la inversa, suele ocurrir que el policía trata de detener un sospechoso en actitud de “apariencia delictiva”, avisa a la comisaria, ésta a “la zona” respectiva, a su vez ésta avisa al fiscal, quien se dirige el Juzgado y cuando llega la orden de detención, ya no hay presunto delincuente. O sea que la labor de observación, prevención y disuasión de la Policía se hizo estéril.

Lo peor de todo esto es que los buenos policías —los sacrificados— se desaniman y los menos entusiastas, que también los hay como en todas partes, tienen la explicación perfecta para —sin violar normas— no arriesgarse, habida cuenta de que su intervención siempre conlleva peligros.

Está claro que la Constitución dice que “nadie puede ser preso sino infraganti delito o habiendo semiplena prueba de él, por orden escrita de juez competente”. Es el artículo 15º, que viene desde 1830. Como el que le sigue, que dice que en 24 horas el juez debe interrogarlo y en 48 decidir si inicia el sumario o lo libera.

El tema que ha cambiado ahora es que la investigación no la hace ese juez sino que la “dirige” el fiscal. Pero éste no puede ordenar la detención si no es “infraganti” delito y mucho menos lo puede hacer la Policía. Y allí nos chocamos con la kantiana “razón práctica”, que es la ética de la vida diaria.

En la investigación de un delito, ¿cómo se hace si no se actúa con realismo para encontrar la prueba o la semiplena prueba necesaria para que se pueda llevar al juez lo que amerite un procesamiento? ¿No se puede llevar a nadie a la comisaría para interrogarlo, simplemente, mientras se informa al fiscal?

En las seriales policiales norteamericanas o europeas siempre nos llamaba la atención su procedimiento, incluso la excepcionalidad de la prisión preventiva, que entre nosotros era habitual y ahora empieza a parecerse a la de esos regímenes (por eso hay menos presos). Ahora bien: tanto como veíamos esa práctica, también observamos que la Policía, si tiene que llevar a alguien a interrogar, lo lleva a la comisaría y da cuenta al fiscal una vez que tenga una idea de lo que se trata. ¿Cómo se investiga?

Lo que ocurre hoy en nuestro país, en cambio, no es comprensible para un ciudadano que está viviendo una severa ola criminal. El debate público entre la Justicia, las fiscalías, la Policía y el Ministerio del Interior, debe dar paso a un examen maduro, en que con realismo se encare la situación. Así como estamos, al pie de letras legales leídas parsimoniosamente, cunde el desánimo, la sensación generalizada de que la sociedad no está bien defendida. Y de ese estado de ánimo surge también la reacción emocional, que reclama penas de muerte y ejecuciones sumarias, de un modo injustificado pero que no podemos dejar de entender en el actual contexto social. Esto me parece fundamental: no estamos en un tiempo de bonanza criminal. Vivimos entre “ajustes de cuenta” de bandas organizadas, delincuentes que matan por matar con inusitada crueldad, constantes asaltos en las calles y una evidente sensación de inseguridad. O se cambia esa sensación con hechos o no esperemos tiempos mejores. De reacción en reacción no sabemos a dónde podremos llegar.



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