Edición Nº 1044 - Viernes 18 de julio de 2025

La Gramática y la corrección política

El uso del masculino genérico no tiene que ver con el machismo ni es un signo sexista, sino un recurso que responde a la economía del lenguaje, sostiene Juan Luis Cebrián ex Director de El País de Madrid y actual miembro de la Real Academia Española, en una columna que es de enorme actualidad.

En su Historia de la Lengua Española, don Ramón Menéndez Pidal señala que “los idiomas... proceden a la simplificación” por lo que “la historia fonética de una lengua es, en suma, la de su proceso constante hacia la mayor brevedad y facilidad”. Dicha tendencia, que nadie dicta pero el pueblo sigue, es obstáculo principal con el que han de lidiar los políticos y líderes sociales empecinados en imponer el desdoblamiento en la expresión del género, so pretexto de hacer más inclusivo el uso del lenguaje frente a lo que se considera sexismo de nuestro idioma.

Esta denuncia tiene fundamento suficiente, y desde hace años la Real Academia Española trabaja por mejorar el Diccionario y la Gramática en beneficio de la igualdad entre sexos. Pero el ocultamiento o la invisibilidad de la mujer en esas obras de referencia no están determinados tanto por la atribución de género como por la conducta y los hábitos sociales a lo largo de los siglos, que inevitablemente se reflejan en el habla de las personas.

La demanda de la vicepresidenta del Gobierno a la RAE para que revise el texto de la Constitución, a fin de promover en ella un lenguaje inclusivo, ha vuelto a desatar la polémica en los medios y las redes sociales, pues señala al idioma como causa y reflejo de la discriminación sexual.

La mayoría de quienes así opinan suelen ignorar, entre otras cosas, que la RAE no es un organismo gubernamental, sino una institución de la sociedad civil; que aunque su diccionario y gramática son considerados normativos, los académicos no ejercen como inventores de la lengua, sino como notarios de la misma, de acuerdo con la máxima de que sus creadores son los hablantes; y, por último, que no opera en solitario, sino en estrecha colaboración con la Asociación de Academias de la Lengua Española que trabajan y se esfuerzan por la unidad del idioma en todos los países y comunidades hispanohablantes. Cualquier decisión sobre el contenido de las obras académicas (diccionario, gramática y ortografía) es consensuado con ellas, y rige el principio de unanimidad. También en el caso del llamado lenguaje inclusivo.

No cabe duda alguna respecto a la influencia de las lenguas en la estructuración de la sociedad y la organización del poder, pero es un abuso suponer que sea la gramática a la vez causa y remedio de la desigualdad de derechos contra la que, con toda justicia, se alza el movimiento feminista. Antes al contrario. La atribución de géneros en el castellano era preocupación explícita de los redactores de la primera gramática de la Academia en 1771.

Dada la ambigüedad en algunos casos y las dudas planteadas en otros, proponían un sencillo recurso para solventar los problemas que se plantearan: “Tenemos en los artículos y adjetivos un medio fácil y seguro para distinguir los géneros”. Pese al tiempo transcurrido y a las posteriores elaboraciones de los científicos este sigue siendo un método común utilizado por el vulgo, y aun por los hablantes eruditos, a fin de evitar ocultamientos sexistas de cualquier condición.

Hay otra cuestión alarmante en el ruego, o deseo, vicepresidencial. La Constitución es un texto intocable salvo por las Cortes Generales que en los casos más significativos deben someter los cambios que decidan a referéndum popular. Y con ser importante un nuevo estilo literario que mejore la visibilidad de las mujeres, la sociedad española reclama también con urgencia otras reformas fundamentales que escapan al debate gramatical. Afectan entre otras cosas a la organización del territorio, el estatuto de la Jefatura del Estado (discriminatorio por cierto respecto al género) y la provincia como circunscripción electoral.

Si los redactores de la reforma, que deben constituirse en comisión del Parlamento, precisan de la ayuda de expertos, o de dictámenes especializados de instituciones y personas ajenas a la función legislativa, es lógico que así lo soliciten. Pero el Gobierno, sobre todo un Gobierno con mayoría tan precaria como este, debe mostrarse respetuoso con la función de las instituciones de la sociedad civil y no tratar de invadirlas o utilizarlas en su beneficio so pretexto de atender demandas sociales.

Un lenguaje inclusivo tiene que lidiar con algunas cuestiones ya resueltas por la normativa gramatical, como el citado desdoblamiento de género, o el abandono en según qué casos del femenino para denominar funciones o profesiones que incluso algunas mujeres entienden serán más respetadas si se utiliza el masculino genérico. No pocas juezas o médicas prefieren que se les llame la juez o la médico, pues entienden que es la mejor manera de equiparar públicamente sus saberes profesionales a los de sus colegas varones. La doctrina de la RAE, y de la Asociación de Academias, sobre el desdoblamiento es de sobra conocida y ningún gobernante debe esperar que se mude a su requerimiento.

El uso del masculino genérico no tiene que ver con el machismo ni es un signo sexista sino un recurso que responde a la economía del lenguaje, en la línea que señalaba Menéndez Pidal. No creo, por ejemplo, que ninguna fémina se irrite cuando le pregunten cómo están sus padres, o no comprenda que la cuestión se refiere igualmente a su padre y a su madre; ni me parece que si le dijeran ¿cómo están tu padre y tu madre? se pudiera derivar de ello una mayor visibilidad de la aludida.

Los intentos del poder político por regular y organizar las lenguas responden al propósito de reforzar los signos identitarios de la comunidad de los hablantes y, quiérase o no reconocerlo, a un autoritarismo larvado que se ejerce pomposamente en nombre de la nación. Las identidades tienen mucho que ver con los idiomas pero estos son ante todo y sobre todo un elemento de comunicación.

Acostumbrado el poder a imponer un lenguaje político correcto, su voracidad no tiene límites a la hora de invadir el diccionario. El anterior ministro de cultura se permitió nada menos que enfatizar el castellano como objeto prioritario de la marca España, olvidando el carácter global de nuestro idioma y que solo un diez por ciento escaso de los hablantes del español habitan en nuestro país. No parecen haber mejorado mucho las cosas con el nuevo equipo. Alguien debería explicar al Consejo de Ministros (en el que se sienta una mayoría de ministras) que el uso genérico del masculino viene siendo inclusivo desde que se inventó, precisamente, para que así lo fuera. Y es que, según reza su edición príncipe de 1771, “no hay edad, ni estado, ni profesión alguna en que no sea conveniente la Gramática”.



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