Fracaso económico, consecuencia social

Por Julio María Sanguinetti

Si de algo se ha vanagloriado el gobierno es de su política económica, que ha mantenido la estabilidad del país, su crédito externo de siempre y una razonable mejoría en los ingresos de la gente. Naturalmente, no siempre se recuerda que todo proviene de una bonanza exterior inédita, que a través de los precios de las materias primas les ha dado a los países de América del Sur ingresos sin precedentes históricos. Para descarrilar con ese viento a favor se precisa a Maduro o a Cristina Kirchner porque cualquier buen padre de familia que no se enloquezca, se mantendría a flote. Esto le ha ocurrido al Uruguay, pero a costa de un endeudamiento importante, porque en lugar de reducir la deuda, se ha seguido gastando como si los favores del mundo fueran eternos y manteniendo, además, un déficit presupuestal de 2,3% del PBI, que en estos años de bonanza no tiene justificación alguna.

De este modo, nos encontramos ahora sin márgenes para enfrentar una nueva coyuntura, que incluso nos dice que los precios internacionales seguirán elevados pero no más subiendo.

Todo esto ha terminado en que ha reaparecido el fenómeno inflacionario, desandando así un histórico camino que había abierto el país en 1998, cuando la suba de precios se ubicó en un solo dígito (8,63%) luego de 50 años de lidiar con la carrera de precios y salarios. La inflación siguió baja, en torno al 4% a 5% hasta la crisis de 2002, pero retomó luego su ritmo normal, hasta que, en el actual período, no se bajó nunca del 7% y en los últimos tres años estuvo en 8,6% , 7,4% y 8,5% respectivamente. O sea: ya estructuralmente estábamos muy cerca de los dos dígitos que ahora, de hecho, han llegado: el 9,82% alcanzado el mes pasado, es el retorno de unos guarismos que ya están pesando severamente en los ingresos de jubilados, empleados públicos y trabajadores privados.

Lo peor es la consecuencia social. Los ingresos se oradan, los reclamos se acentúan, las pujas distributivas pasan a la orden del día y los empresarios y trabajadores, en vez de pelear minuto a minuto por mejorar sus productividad, tienen que vivir haciendo malabarismos entre ingresos y egresos para mantenerse en una economía que deja de tener previsibilidad.

Felizmente, no hay más gatillos legales, porque si ellos se descerrajaran, estaríamos hoy ante una crisis con toda la barba. Pero las expectativas cambian de igual modo: los trabajadores comienzan a reclamar ajustes y los empresarios, al fijar precios, ya no pueden ignorar el deterioro monetario.

¿Qué puede hacer el gobierno? Lo elemental: emitir menos, lanzar menos dinero a la calle, restringir crédito, dar señales claras de que está combatiendo el déficit. Cuando se acaban de incorporar 2.600 funcionarios públicos y el BPS ha reimplantado la vieja prueba de testigos para armar jubilaciones ficticias, estamos en un serio problema.

La Senadora Topolansky nos hizo el honor de recordar el logro de aquella ya lejana administración nuestra, que tuvo entonces el mérito particular de haber derrotado la inflación sin una estrategia de shock. Por el contrario, en un clima de crecimiento de PBI y de masa salarial, se alcanzó ese resultado pero con una administración cuidadosa. Y allí está lo que el gobierno ha de entender: si sus señales no son creíbles, las expectativas se lo llevarán por delante; si no se advierten sacrificios fiscales reales, nadie creerá que el déficit podrá bajar y, consiguientemente, la emisión.

No soy economista, pero la experiencia nos dice eso. Por ahora, estamos ante que los ingresos, mejorados estos años, comienzan a retroceder, y que los fuegos artificiales celebrando el éxito de la economía, deberán replegarse hasta mejor momento. La inflación, ya nadie lo duda, es el peor impuesto a los pobres y ante esta reinstalación es que se enfrenta el país.



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