Fidel

Por Julio María Sanguinetti

La muerte de Fidel pone simbólico punto final a una guerra fría que se cerró en 1989 con la caída del Muro de Berlín. El régimen cubano sobrevivió a la caída de la Unión Soviética, por dos circunstancias: el apoyo petrolero venezolano y el carisma legendario de Fidel, que mantuvo viva una mitología revolucionaria pese a la esclerosis de una dictadura de más de medio siglo.

La revolución cubana fue el gran sueño de los años 60. Era el camino hacia una revolución antimperialista, de libertad y de justicia social. Toda nuestra generación vivió esa esperanza, que fue tan grande como la desilusión posterior.

Cuba fue antimperialista de EE.UU. pero no de la Unión Soviética, de la que pasó a ser satélite. Tan satélite que hasta se ofreció para instalar misiles de alcance a los EE.UU. en una crisis que nos puso al borde de la guerra nuclear.

Cuba abandonó la idea democrática de la justicia social, para derivar hacia una dictadura comunista que, a partir de 1961, se proclamó marxista-leninista. En sus inicios había sido sangrienta cuando, en juiciod sumarios y sin la menor garantía, se fusiló a varios cientos de cubanos acusados de participar de la dictadura de Batista. Fue una barbaridad, pero que más o menos se explicó por los excesos connaturales a toda revolución, luego de una larga guerra. Desgraciadamente, paso a paso y a partir de allí, se fueron acumulando actos de autoritarismo que culminaron en una construcción estrictamente totalitaria, que impuso el pensamiento único, la voz única, el partido único y atropelló todos los derechos humanos en nombre de esa revolución.

Para América Latina terminó siendo una desgracia, porque se intentó exportar esa revolución. Según la propia palabra de Fidel, salvo a México, se intentó llevarla a todas partes y así nos llegó la guerra caliente que solo fue fría entre las dos potencias líderes. Cinco años después de la victoria fidelista en Cuba, en Brasil irrumpió el militarismo y, a partir de allí, entramos en la dialéctica guerrilla - golpe de Estado que nos envenenó la vida durante dos décadas.

Cincuenta y siete años después de la instauración del régimen, la economía cubana es tan dependiente del azúcar, el tabaco y el turismo como el primer día, fracasaron todos los intentos de diversificación productiva y allí se vive en una mediocridad más o menos igualitaria, sin el menor estímulo a la creación individual ni espacio alguno para la libertad de pensamiento. Lo único nuevo son los ingresos que reciben miles de familias cubanas de sus parientes en los EE.UU.

Mucha gente, por dogmatismo, por vergüenza de reconocer que ha vivido equivocada, todavía sigue explicando el régimen en función de la peculiaridad de la situación cubana y del estúpido embargo comercial norteamericano que, al igual que el que sufrió Franco en su tiempo, solo ha servido para que el régimen se envuelva en una bandera nacionalista. Cuba puede comprar y vender a quien quiera y si en los primeros años pudo hablarse de la peculiaridad de su situación por una presunta amenaza norteamericana, hace cuatro décadas que todo eso es una fantasía. La verdad pura y dura es que la economía cubana es un desastre, la vida tan gris y sin estímulo como lo era en Europa del Este y la falta de libertades, casi absoluta.

Todo el mundo se hace la pregunta de qué ocurrirá ahora. La realidad nos dice que Raúl está a cargo hace diez años. O sea que hoy no va a ocurrir nada espectacular, pero sí que Raúl —al quedar claro que los Castro son humanos y no inmortales— intentará organizar una transición antes de 2018, año para el que ha anunciado su retiro. Él ya fue cambiando el gabinete y la nomenclatura, con varios generales de su confianza en los puestos claves. Por allí vendrá, entonces, el cambio, pero todo indica que será muy gradual. El único factor disruptivo puede ser la caída de Maduro, porque sin el petróleo venezolano la situación se pondría al rojo vivo.

En lo personal conocí a Fidel en 1959, como periodista, recién llegado al poder. Su discurso aún era liberal, como lo fue —estentóreamente— en Montevideo, cuando en pleno gobierno colegiado herrero-nardonista hizo un elogio encendido de nuestras instituciones, de nuestra democracia y hasta del colegiado mismo. Desgraciadamente, pocos años después apoyó una irrupción guerrillera que nos trajo la violencia y nos arrastró a la tragedia conocida. Restaurada nuestra democracia, en nuestros años en la Presidencia tuvimos muchas conversaciones. De ellas extraje claramente que él no encabezaría ningún cambio sustantivo, obsesionado por evitar un deshielo como el de Gorbachov en la URSS.

Fiel a su dogma hasta el último día, pasa a la historia como el gran líder de una revolución fallida. Pero la aureola romántica de su guerrilla, con el ícono del retrato del Che Guevara, sobrevive como leyenda y emblema de todad las rebeldías. Las justas y las injustas, las lúcidas o aquellas tan insensatas como la fracasada construcción marxista.



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