El relato tupamaro y las miserias humanas

Las cartas del tupamaro Héctor Amodio Pérez, a esta altura nadie duda de que son auténticas. El “traidor”, el condenado por la organización, el colaboracionista con los militares, antes y después de la dictadura, emerge desde las sombras cuarenta años después de su silenciosa (y misteriosa) partida del Uruguay. Sus revelaciones, por cierto, no tendrán repercusión en los hechos. No se reverán juicios ni se abrirán presumarios. Pero que la historia idílica que han contado los tupamaros una vez más queda en entredicho, no hay duda; y ahora desde adentro mismo, porque Amodio no fue un marginal sino una figura central del movimiento.

Por cierto, muchos libros e investigaciones modernas han ido develando esa triste historia de radicalización violenta que precipitó el golpe de Estado. (No fue “la” causa, en singular, pero sin duda constituyó la mayor contribución, al punto que si se extrae del relato de aquellos años la irrupción de la violencia, todo queda sin lógica).

De allí surge, ahora, esta historia de traiciones, flaquezas, celos narcisistas, pero sobre todo flota ese ánimo mesiánico de quienes se sentían dueños de vidas y haciendas, dispuestos —en nombre de su heroica revolución— a secuestrar o matar a quien ellos consideraran un rehén útil o un enemigo a eliminar.

Los abusos que los militares cometieron contra los tuapamaros más tarde han acaparado el relato, pero no por ello se desvanece la actitud antidemocrática de un movimiento que había resuelto derribar las instituciones, la intolerancia fascista de sus opiniones y la fría crueldad de sus acciones.

Por ejemplo, Amodio aclara que no fue él quien “vendió” el lugar de la “cárcel del pueblo” sino Adolfo Wassen Alanís, a quien como murió de un cáncer estando prisionero, se ha santificado. Y es verdad lo que dice el misterioso “aparecido”. Ese 27 de mayo de 1972, allí estuvo Amodio, pero también Wassen y Píriz Budes (“La agonía de una democracia”, pág. 267). Encerrados bajo tierra, debajo de una cloaca, en una ominosa jaula, estaban en ese lugar encerrados el Dr. Ulysses Pereira Reverbel y el Dr. Carlos Frick Davie. Con poco aire y la angustia de la incertidumbre sobre su destino, allí permanecían estos dos secuestrados. El primero, un político, apasionado sin duda, exagerado en ocasiones, pero un luchador cívico de toda su vida. El segundo, un ruralista, abogado también, vinculado a la banca. Se les había tomado de rehenes, en nombre de la justicia revolucionaria. ¿Secuestrar no es un crimen de lesa humanidad?

Nueve días antes habían sido asesinados cuatro soldados, que —adentro de un jeep y tomando mate— estaban de guardia, en la calle Abacú y Avenida Italia, frente a la casa del Comandante en Jefe del Ejército. Era de mañana temprano y esperaban su relevo. Fueron ametrallados a mansalva, sin posibilidad de defenderse. No fue una acción militar. Ni siquiera una represalia contra un enemigo reconocible. Simplemente era 18 de mayo y querían simbólicamente demostrarle al Ejército, en su día fundacional, que estaban dispuestos a matar aun a cuatro modestos soldados, que allí quedaron, instantáneamente muertos por la lluvia de disparos. ¿Se quiere algo más descarnado, más frío, más cruel?

Poco antes, el 14 de abril, se había producido el brutal asesinato de dos policías, un militar y un profesor, Armando Acosta y Lara, que había sido Director de Secundaria y Sub-Secretario del Interior. Hoy todos los tupamaros que hablan reconocen que fue “un error”, no por la crueldad del episodio o por la gratuidad de los cargos que lanzaron contra Acosta y Lara, por ejemplo (a quien pretendieron vincularlo por sí y ante sí a un “escuadrón de la muerte”); simplemente fue “un error” porque “subestimaron al enemigo” y provocaron una reacción que les costó muy caro. ¿Quién decretó, en el delirio de la soberbia, la pena de muerte de Armando Acosta y Lara? ¿Qué evidencia tenían, o verosímil versión? Ninguna. Alguien les habría dicho que… Quienes ordenaron esa muerte están casi todos vivos y alternan en altas esferas. No interesa repetir los nombres, pero fueron asesinatos tan asesinatos como los peores de la dictadura.

Siempre se mencionan los casos emblemáticos de la crueldad tupamara, como el asesinato del trabajador rural Pascasio Báez, que mientras buscaba un animal en el campo, tuvo la desgracia de ver salir del agujero subterráneo de una “tatucera” a un grupo subversivo que lo aprehendió y encerró varios días sin saber qué hacer con él, hasta que concluyeron que lo mejor era matarlo y un médico (¡un médico!) lo mandó al otro mundo con una inyección de pentotal. Sin duda este episodio es horroroso, pero son innumerables los hechos de parecida naturaleza.

Secuestrar un Embajador británico, un Fiscal de Corte, un Cónsul General de Brasil, ¿no es terrorismo? Matar a un prestigioso médico para robarle unas armas de colección, ¿no es algo espantoso?

Sin embargo, cuando todas estas historias aparecen, no hay tampoco una palabra de arrepentimiento. Simplemente se dice, como en los episodios televisivos de la mafia norteamericana, Amodio “es hombre muerto”...

Es muy importante que los jóvenes miren, reflexionen y extraigan sus conclusiones. No es posible que muchos de ellos sigan creyendo que el movimiento tupamaro nació para combatir a la dictadura cuando fue al revés: nació para derribar la democracia, y en la dialéctica infernal de violencia que crearon, terminamos todos bajo un golpe de Estado. Cuando éste sobrevino, todos ellos estaban presos y bien procesados por la Justicia ordinaria. Que luego fueron maltratados es verdad, pero las responsabilidades militares no los absuelven a ellos. Fueron víctimas de abusos, pero también son legión las víctimas de su mesiánico movimiento.

Ahora, no va a pasar nada. Pero muchas cosas van quedando más claras.



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