El relato histórico

Por Julio María Sanguinetti

Es bien sabido que, como explicaba Gramsci, el poder hegemónico se construye desde la cultura, desde el mundo de las ideas, desde aquello que Marx llamaba “superestructura”. Nuestro país ha sido un ejemplo clamoroso de ese proceso, con un Frente Amplio que logró instalar, por vías diversas, un relato histórico que comenzó, obsesivamente, por la historia reciente, para intentar la exculpación de los tupamaros y siguió luego por una reconstrucción de todo el proceso histórico nacional que, obviamente, trata de dar vuelta todo lo que el Partido Colorado hizo, dada su mayor impronta en la instituciones.

Por estos días, acaba de salir una nueva obra de Gerardo Caetano (“Historia Mínima de Uruguay”, Ed. Colegio de México, México, D. F., 2019, 299 páginas). Por supuesto, es un muy respetable historiador a quien leemos siempre con expectativa, no dudando nunca de su recta intención. Pese a ello, no escapa a la influencia ambiental de esos relatos que, por un lado, pretenden desvalorizar lo que llaman “historiografía nacionalista” (Pivel Devoto, Eduardo Acevedo) y, por el otro, a veces sin quererlo, dejan la sensación falsa de que los tupamaros luchaban contra la dictadura, cuando notoriamente fue contra una democracia que pretendían sustituir por un régimen a la cubana.

La obra comienza con un inicio ensayístico interesante sobre las características de la formación nacional, a partir del esquema clásico de Reyes Abadie de pradera, frontera y puerto. Incursiona en la historia conceptual para analizar lo que podía significar patria, independencia, país o nación en aquellos tiempos, señalando —correctamente— que las leyes de 1825 distan mucho de ser una “independencia nacional”. Describe con acierto al artiguismo, aunque cae en la tentación de hablar de su “radicalismo”, que lo era sin duda para su tiempo, pero que poco tiene que ver con el concepto contemporáneo. También ubica a Rivera y Lavalleja en términos someros pero acertados. No le da, sin embargo, a la acción militar el valor protagónico fundamental que tuvo en la independencia (Guayabos, Rincón, Sarandí), especialmente la Campaña de las Misiones de Rivera, que fue el precipitante de que Imperio de Brasil aceptara que “su” Provincia Cisplatina se independizara definitivamente.

Abre luego un amplio escenario sobre la difícil fragua de consolidación institucional, con los caudillos como poder real y los “doctores” intentando la “fusión” de las divisas partidarias. La guerra de la Triple Alianza aparece justamente cuestionada en su horror, pero no se señala la verdad de que fue el tirano paraguayo, el Mariscal López, quien declaró las hostilidades y sacrificó a su pueblo en una lucha sin destino por no tener el coraje de asumir su derrota y rendirse. De esa guerra saldrán ejércitos profesionalizados, con aspiraciones políticas también, y algo más importante: es el fin de las intervenciones brasileñas y argentinas en nuestra vida política interna. El haber sido “aliado” de igual a igual con los poderosos vecinos, nos significó un reconocimiento que hasta entonces flotaba en el aire sin un amarre cierto.

Ubica la primera modernización a partir de 1870. Pensamos que ya había comenzado en el gobierno de Venancio Flores, con el ferrocarril, el gas, el telégrafo y —nada menos—los Códigos Civil y de Comercio, entre otras muchas cosas, para culminar en los gobiernos militares, que ponen la piedra fundamental de la reforma escolar de Varela. A partir de allí analiza el período batllista, que el autor domina porque en una obra anterior lo enfocó en profundidad. Aparecen los debates de laicidad, la pugna entre la agropecuaria y la industria, los efectos posteriores de la crisis de 1929 y, más tarde, el auge de Luis Batlle Berres, como continuidad de su ilustre tío, Don Pepe, el gobernante que más traza dejó en la configuración del Uruguay moderno.

Se reitera la habitual invocación a la “sustitución de importaciones”, que comienza a fin de los años 20 (en función de escaseces mundiales) y no por impulso de Luis Batlle Berres, cuyo industrialismo estuvo todo volcado a la exportación. Paysandú fue un ejemplo clamoroso, porque su industria (de lana, de cuero) estaba volcada a exportar y no a sustituir importaciones.

Tomamos distancia con su relato de la caída democracia del Uruguay. Si bien se describe el contexto general con sobriedad, no se le da a la violencia tupamara la importancia que tuvo para sacar a los militares de los cuarteles. Si se quita esa pieza del relato, no se entiende el golpe de Estado. Habría ocurrido o no, pero está claro que ese fue un hecho decisivo.

En los episodios de febrero de 1973, es cierto que se vivió un gran desconcierto, pero muy especialmente del Frente Amplio. En febrero, con poquísimas excepciones (como Carlos Quijano desde las páginas de “Marcha”), toda la izquierda y el sindicalismo apoyaron los Comunicados 4 y 7 de las Fuerzas Armadas sublevadas. Caetano se equivoca cuando nos atribuye a todos la idea de un plan de sustitución de Bordaberry por Sapelli. No fue así. Es verdad que el wilsonismo y el Frente Amplio imaginaron esa idea, pero fue rechazada por el Batllismo y hasta por el Almirante Zorrilla, que en febrero sería el militar colorado resistente al golpe. Muchos defendimos la continuidad del gobierno, pese a nuestra distancia con él, porque estábamos convencidos de que deslizarnos hacia ese terreno nos ponía inevitablemente en el camino del golpe de Estado.

Estamos de acuerdo en que el golpe “no era ineluctable”. No se pueden soslayar la responsabilidad de Bordaberry y de los militares golpistas, pero tampoco la hoguera que fue la violencia guerrillera y la acción de un sindicalismo de inspiración revolucionaria. Tampoco es realista hablar de un contexto externo de guerra fría, mencionando a los EE.UU. y no a Cuba y la proclama de Fidel de hacer de los Andes una “Sierra Maestra”. Tampoco, afirmar que “el terrorismo de Estado” se inició antes del golpe de Estado”, porque pudo haber excesos —que los hubo— pero nunca una acción dirigida, justamente, a sembrar el terror por medios violentos. Pacheco dio la batalla con la policía, nunca quiso introducir a los militares y solo recurrió a éstos in extremis, cuando a pocos días de la elección de 1971 se produjo la fuga del Penal de Punta Carretas. ¿Qué otra cosa hubiera hecho cualquier Presidente responsable en medio de aquel clima de tensión?

En el relato de la resistencia a la dictadura, hay omisiones relevantes, como la acción de los partidos tradicionales en el plebiscito de 1980, con un episodio insoslayable que fue el debate de televisión en que Tarigo y Pons Etcheverrry, delante de una asombrada teleaudiencia multitudinaria, impugnaron el proyecto militar con frases memorables.

El autor entra luego en lo más reciente: el proceso de la “salida”, con un pacto del Club Naval que puso día y hora al fin de la dictadura y aseguró los cinco gobiernos posteriores a ésta. Podemos discrepar con algunas conclusiones pero, en términos generales, Caetano ha intentado cuidadosamente no incurrir en desvíos particularistas.

En un momento y otro, Caetano intenta matizar las repetidas afirmaciones de la “excepcionalidad uruguaya” o el rol “creador” de líderes como Batlle y Ordóñez. Mirando el mundo en perspectiva, pensamos que esa excepcionalidad existe, tal cual ocurre en todas las naciones del mundo. Argentina tiene una excepcionalidad incuestionable, que le lleva a malbaratar la inmensidad de sus recursos humanos y materiales. Brasil posee otra, producto de su historia, de su ancestral economía esclavista, de no vivir el imaginario de una revolución de la independencia, porque ella se produjo adentro de la monarquía. En una palabra, todos somos “excepcionales”. Nuestra excepcionalidad está recogida en la obra y no es otra que el culto de la legalidad, la laicidad republicana, el respeto sagrado al voto ciudadano y la mirada a veces excesiva a la capacidad creadora de la política y el Estado.

Podríamos seguir comentando, concordando y discutiendo, pero basten estas primeras apreciaciones sobre una obra que, en muchos momentos, supera el relato para introducirse en el ensayo interpretativo. En estas dimensiones aparecen sus mayores aciertos, porque del conjunto sale la idea de un país auténtico. Nosotros lo vivimos con una mirada más optimista, sin esas dudas “realdeazuistas” que, a fuerza de querer teorizar e imaginar hipótesis en el aire, terminan pidiendo perdón por ser uruguayos. Acabamos de cambiar un gobierno hegemónico de modo pacífico y quizás allí se resuma el esfuerzo de las generaciones que nos precedieron para fundar y desarrollar una república orgullosamente soberana.




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