El más aplaudido, el menos seguido

Por Julio María Sanguinetti

Es natural que el mundo entero se haya sacudido ante la noticia de la muerte de Mandela, indiscutiblemente uno de las figuras mayores del mundo contemporáneo. Hay que pensar en Winston Churchill, Gandhi, Den Xiao Ping o Franklin D. Roosevelt para ubicar parecidas cumbres del siglo XX, líderes que traspasaron —por motivos muy diversos— las fronteras de sus respectivos países para elevarse a verdaderos símbolos universales. En ellos reconocemos los valores en que nos erigimos como civilización. Así como, a la inversa, existen otros íconos, universales incluso como el Che Guevara, que —pese a su popularidad— representan ideas profundamente equivocadas que solo han traído al mundo sangre y pérdida de libertades.

Mandela es, sustantivamente, la expresión del valor del perdón como prenda de reconciliación en un pueblo fracturado. Con Gandhi puede compartir los métodos pacíficos en la resistencia a la opresión, pero le trasciende ampliamente en lo que hace a los caminos para establecer la reconciliación de una sociedad luego de un largo período de violencia y confrontación.

Cuando salió de la cárcel, luego de 27 años de dura prisión, tenía todo el derecho a iniciar incluso un camino revolucionario de resistencia a la tiránica discriminación. No se trataba, por otra parte, de nada personal sino de luchar contra una racismo condenado por el mundo entero. Sintió, sin embargo, que ese camino conducía a mantener vivos los odios entre blancos y negros y, con ellos, un interminable camino de violencia y rencor. Muy difícil era, sin duda, defender la idea de que aquellos racistas, que habían perseguido y torturado a la población negra y a sus líderes, pudieran merecer un perdón. Sin embargo, en el balance entre hacer justicia y construir la paz, optó por lo último, mirando hacia adelante, procurando tener una Sudáfrica democrática y en paz y preservando así el clima necesario para que no renacieran agravios.

En la notable película Invictus, Clint Eastwood relata el modo en que Mandela usó el rugby —hasta entonces deporte reducido a la población blanca— para ejemplificar el proceso de integración al que aspiraba. Allí aparecen, dramáticamente, sus esfuerzos para que aquella ira justificada de sus compañeros no se tradujera en renovadas violencias, aunque pudiera resplandecer la justicia. Ésta, por otra parte, solo se asentaría sobre la verdad. Por eso la condición para que nadie fuera perseguido fue la de reconocer su propia historia y confesar los hechos aberrantes de que fuera responsable. Camino impuesto, además, tanto a los blancos racistas como a los negros que se hubieran deslizado al camino de la abusiva represalia.

El valor del perdón es el mayor símbolo de Mandela. Él tuvo claro que enjuiciar a los racistas y eventualmente a algunos líderes africanos desbordados, mantenía el conflicto y el odio eternamente. En nombre de la justicia se perderían primero la paz y luego, de nuevo, también la justicia, que solo brilla cuando las instituciones pueden funcionar con normalidad, en un clima de tolerancia general.

Desgraciadamente, este valor del perdón no es hoy generalizado ni mucho menos. El “juicio y castigo” ha sido enarbolado en muchos países contra quienes en su tiempo ejercieron la represión o aun, en regímenes como el cubano, para aquellos declarados enemigos de “la revolución” (aunque no hubieran cometido crímenes de sangre). El concepto de delitos de “lesa humanidad” se ha generalizado —e hipertrofiado— hasta el punto de que hoy, jurídicamente, no se consideran aceptables las amnistías a las que los pueblos históricamente han recurrido para poder reconstruir su presente y asentar su futuro.

Por cierto, Mandela condicionó el perdón a la verdad, por dura que fuera, y ello es moralmente justo, además de pacificador.

Cabe recordar, por otra parte, que este perdón se otorgó a uno de los peores crímenes, que es el de la discriminación racial, impuesto a través de oprobiosos regímenes de segregación y de una violencia expresada por medio de la tortura, la prisión y la muerte.

Esta reflexión que hacemos no es usual en estos días de más que justo homenaje al enorme líder fallecido. Se exalta su lucha, sacrificada y heroica, así como su espíritu de reconciliación, pero poco se ha escuchado sobre ese valor del perdón, parte fundamental de su legado. Y de su enorme coraje para conducir a su país, lleno de legítimos reclamos, a ese clima de tolerancia en que han convivido hasta hoy quienes ayer se odiaron. Así como de otra conclusión muy trascendente: que si los valores humanísticos son universales, los modos para preservarlos deben responder a la realidad histórica de cada país.

Mandela no es solo un héroe del pasado. Es un mensaje hacia el presente y una lección para el futuro. Rescatar ese valor debiera ser —es— el mayor motivo de reflexión. Para que los homenajes no sean ritual sino lección y compromiso.



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