El costo de un capricho

Por Julio María Sanguinetti

Lleva meses el discutido proceso de la compra del “avión presidencial”. Por cierto se trata de un tema discutible, tanto como que los anteriores mandatarios nunca acogieron esa idea, que en cada período ha rebotado.

En nuestro primer período presidencial procedimos a vender un avión ejecutivo Learjet porque no lo considerábamos adecuado a los fines generales del Estado, que requiere aparatos de propósitos múltiples y gran versatilidad de operación, capaces de aterrizar en todo el territorio nacional. Un avión casi exclusivamente dedicado al Presidente, como aquel, era un despropósito.

No es nuestro interés hoy discutir esa idea sino comentar la inexplicable insistencia del gobierno en la compra de esa vieja aeronave, de 40 años de vida, como si fuera una prioridad del Estado. Luego de un doble rechazo del Tribunal de Cuentas, sea a la compra directa, sea a una licitación notoriamente sesgada para hacer posible la misma adquisición, una simple lógica política aconsejaba abandonar la propuesta.

No habiendo una necesidad perentoria ni urgencia de tipo alguno, ¿por qué esa obstinación? ¿No se advierte que hay una reacción negativa de la opinión pública?

Se ha hablado de motivaciones diversas, algunas espurias, pero aun las más benévolas no alcanzan para justificar esa actitud, que genera inevitables sospechas y arroja descrédito sobre la legalidad de la vida administrativa.

Si todo ello ha sido difícil de explicar, más difícil aún lo es el modo como se cambió la integración del Tribunal de Cuentas para modificar su mayoría y que entrara en ese órgano un suplente favorable a la discutida operación. Es lo que más nos importa. Ha sido un signo de degradación institucional impropio de nuestra República. Entre los calores del verano y la notoria pérdida de cultura cívica del país, el tema ha quedado como una anécdota más de este episodio tan escabroso. No lo es, sin embargo. Es una maniobra para torcer la voluntad de un órgano fundamental de contralor en la vida del Estado, es el empleo artificioso de la influencia política para producir un resultado administrativo que normalmente ya no se había producido.

El ministro renunciante aclara que no recibió ninguna presión. Aceptemos que sea así. Pienso que, a la inversa, debió recibir una respetuosa presión —si su voluntad era jubilarse— para que lo hiciera después de resuelto el caso. Un gobierno cuidadoso de las formas es lo que debió hacer: pedirle buena y oficiosamente a su correligionario que se quedara una semana o un mes más para terminar con este asunto de tanta repercusión pública.

En la democracia las formas hacen al fondo de su vida. Es un mecanismo de garantías formales, que son las que cuidan de nuestras libertades y de la regularidad de las instituciones. Torturarlas para que digan lo que el gobierno quiere que digan, no es aceptable. No estamos ante un caso en que esté en juego la soberanía o un bien mayor. Simplemente, ante una compra de segundo orden de un avión de segundo orden, de muy dudosa utilidad y precio, por la cual se libra una batalla como si estuviera jugando la suerte del país. Lo malo es que de ese modo, justamente, a quien se le hace daño es al país como tal.

En el prestigio del Uruguay, en su credibilidad internacional, en su calidad democrática, es valor fundamental ese cuidado de las formas. Y esto que se ha hecho es espurio, deja sospechas. Hace pensar que en un órgano de esta relevancia institucional se puede hacer cualquier cosa para lograr un resultado.

No nos preocupa demasiado el avión. Puede no servir para mucho y podrá ser una mala inversión (en todo caso, pequeña ante las disparatadas que se han hecho en los últimos años). Mucho más relevante, en cambio, es el deterioro acusado en las instituciones de contralor de la regularidad administrativa y financiera de la vida del Estado.



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