Economía vudú “a la uruguaya”

Por Santiago Torres

“Economía vudú” fue la expresión utilizada por George Bush padre para referirse a las ideas económicas de Ronald Reagan cuando compitió contra éste por la nominación presidencial del Partido Republicano en 1980. Para Bush padre, la idea de recortar impuestos y aumentar el gasto era una manifestación de irresponsabilidad fiscal. En realidad, Reagan —desde la derecha— no llegaba con ninguna idea nueva sino con el clásico populismo económico al que siempre fue tan afecto el “progresismo” por estos lares.

En términos más generales, podríamos decir que la “economía vudú” es la creencia (porque es precisamente eso: una cuestión de fe, más cerca de la religión que de la ciencia) en que si ponemos “voluntad política” podemos lograr que 2 + 2 sea 5 o incluso 9, en lugar de 4. Pero como la realidad —que seguramente es de derecha— prescinde de ese pensamiento mágico, los resultados no son los que se buscaban.

¿A qué voy con esta referencia? A hacerles un poco más entretenida esta columna porque me veo en la necesidad de volver a tocar los mismos temas que abordé hace apenas 15 días. Y no esperen un cambio de discurso. Advertidos estáis, caros lectores que me honran con su atención.

En mi columna de hace dos semanas atrás, destacaba un estudio de CINVE, un centro académico del que supo ser uno de sus puntales el actual Ministro de Economía, en el que se advertía de las presiones inflacionarias cada vez más fuertes, subrayando que la inflación tendencial había alcanzado un pico en agosto de este año que no se daba desde 2009. Pues bien, como era de esperar, la inflación de setiembre alcanzó el 1,21%, cuando la expectativa era de 0,7%, llevando la inflación acumulada en los últimos 12 meses al nada tranquilizador 8,64%.

Sobre este 8,64% vale la pena hacer un apuntecillo: como señaló el miércoles pasado Pablo Rosselli de la consultora Deloitte en el programa “En Perspectiva” de radio “El Espectador”, la inflación subyacente es de 9,5% anual, casi un punto por encima del IPC, y eso se explica porque el gobierno se ha abstenido de subir tarifas. Es por el manejo político de ciertos precios administrados que el IPC no ha subido más, llegando casi a las puertas del simbólico y demoníaco umbral del 10%.

¿Y por qué llegamos a este punto? Para no repetirme a mí mismo, voy a citar al economista Rosselli: “Desde hace bastante tiempo estamos con una inflación alta que obedece a la combinación de una política monetaria que ha sido muy expansiva durante varios años, con una política fiscal también expansiva y con un marco de subas de salarios demasiado fuertes”.

En otras palabras, y acá sí me voy a repetir: la fuerte expansión de la demanda agregada originada en los altos precios de las materias primas que exportamos, no fue compensada por una políticas más contractivas en los planos monetario (tasa de interés de referencia demasiado baja durante varios años), fiscal (incremento sostenido del gasto público corriente) y salarial (incrementos por encima de la productividad), y al mismo tiempo estimulando la oferta agregada de bienes y servicios por medio de recortes tributarios (posibles con menos crecimiento del gasto) y estabilidad en las reglas de juego, incluido el respeto al derecho de propiedad, puesto en jaque por rutinarios desbordes sindicales. La combinación de estímulos externos e internos a la demanda agregada y escasos estímulos para que creciera al mismo ritmo la oferta agregada, lleva a recalentar la economía e impulsar al alza la inflación.

El Banco Central, sabedor de cómo venía la mano, decidió el pasado viernes 28 darle una nueva vuelta al torniquete de la tasa de interés de referencia, llevándola al 9% (estaba en 8,75%, ya muy alta). El comunicado del Comité de Política Monetaria hace fintas para disimular la responsabilidad oficial en este embrollo: “El recrudecimiento de las presiones inflacionarias externas y el sostenido consumo doméstico obligan a focalizar la preocupación en la estabilidad de precios internos. Se debe evitar que la inflación comience a aparecer como una amenaza a un proceso económico que luce saludable, aún en un contexto global débil, incierto y turbulento”. O sea, según ellos la culpa es de afuera y de que a la gente le esté yendo espectacular, pero el escenario “luce saludable”. Francamente, en este contexto el empleo del verbo “lucir”, en lugar del verbo “ser”, es prácticamente un acto fallido.

La decisión del BCU notoriamente llega tarde y, señalan varios expertos, mal porque va a contrapelo de la necesidad de estimular la economía ante la fuerte caída en la competitividad. Yo acoto que en un contexto político como el actual, llega tarde, sí, pero no le quedan muchos instrumentos a una fuerza política que ha hecho del gasto público su fetiche económico, una especie de varita mágica que serviría para solucionar cualquier problema y construir el camino a la prosperidad.

Ahora se dice que el gobierno estudia medidas de estímulo tributario. Eso no estaría mal si viniera acompañado de un programa de contención y hasta recorte del gasto corriente. Pero no: se trata de renuncias fiscales que, a la larga, terminan teniendo el efecto recalentador que se requiere no sólo evitar sino disminuir, especialmente con un déficit fiscal que ya está en un 2,3% del PIB.

A la vista está que la taumaturgia fiscal es, justamente, eso mismo: realismo mágico, creencia en un fetiche, economía vudú, mucho más cerca de la religión que de la ciencia. Si así no fuera, no estaríamos con estos problemas de inflación y pérdida de competitividad y no tendríamos un descenso en el nivel de actividad (hay menos desempleados pero también menos empleados, lo que indica que cayó el nivel de actividad, o sea, gente desempleada renunció a seguir buscando trabajo, concentrado el problema en el interior del país, según datos del INE).

El gran problema, frente a estos indicadores de que el horno no está para bollos, es que sacudirse de encima los dogmas da un trabajo bárbaro.



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