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¿Borramos los departamentos?

Por Julio María Sanguinetti

La Senadora Topolansky ha puesto nuevamente en el tapete la vieja de idea de regionalizar el país y dividirlo en provincias. La idea, en este caso, es crear cinco provincias y borrar los diecinueve departamentos.

Es un tema viejo y delicado, de cuestionamiento permanente no solo en nuestro país sino en el mundo occidental. No es asunto de dogmas, por cierto, y —por lo mismo— no hay soluciones matemáticas.

Francia, el país unitario por excelencia, sintió la necesidad de ofrecer una mayor descentralización y en los años 80 dividió su territorio en 27 regiones, 101 departamentos y 36.000 comunas. Por supuesto, ha sido un ámbito amplio de participación electoral pero, al mismo tiempo, una fuente de duplicación de servicios y permanentes contiendas de competencias.

En España, a la inversa, país que reunió viejos y muy articulados reinos, las autonomías “de las nacionalidades” han sido una imposición de la historia. El tema es que detrás de las inevitables (Cataluña, País Vasco, Navarra), se fueron añadiendo otras y hoy contamos con 17 Comunidades Autónomas, debajo de las cuales se organizan 50 provincias y centenares de municipios o alcaldías. Como decimos, aquí la regionalización no es un invento legal y ha sido el modo de vertebrar una difícil unidad nacional. La cuestión es que ha sido muy caro, en burocracias y despilfarros. Hay superpuestas competencias, hay presupuestos que se suman, hay burocracias superfluas. Es un hecho. Madrid tiene su comunidad autónoma, una alcaldía y una nube de distritos y barrios, cada uno con autoridades y juntas. ¿Tiene sentido tantos jerarcas, tantas elecciones, tantas oficinas para cosas parecidas? Ocurre luego que cada jurisdicción quiso “su” museo” y “su” hospital y hasta “su” aeropuerto, con una ineficiente distribución de recursos.

Italia, por su parte, es una estructura estatal relativamente joven en un territorio organizado regionalmente desde el Imperio Romano. La Edad Media y el Renacimiento vivieron el protagonismo de las ciudades, algunas poderosas como Venecia, Génova o Milán, pero muy fuertes casi todas. Con esta historia, no pudo sino aceptar esa realidad hija del tiempo. Allí funcionan 20 regiones, con grandes estrucrturas (especialmente varias que son autónomas), debajo de las cuales actúan Provincias y Municipios. La burocracia italiana, célebre por mil motivos, actúa en ese vasto escenario a elevado costo y notable ineficiencia, salvo las excepciones que nunca dejan de serlo.

Dentro de este panorama, ¿tiene sentido que el Uruguay subsuma sus actuales diecinueve departamentos en cinco provincias, como propone la Senadora?

La primera pregunta es si hoy la realidad lo reclama. ¿Hay un caos en la infraestructura? No se advierte, porque el Ministerio de Obras Públicas desde siempre coordina razonablemente con las Intendencias. ¿Hay una anarquía en el empleo de recursos? Cada gobierno departamental posee los suyos y los recursos nacionales previstos en la Constitución se distribuyen equitativamente, de modo que pueden lograrse efectivas coordinaciones al hacerlo. Por aparte de la histórica guerra de las patentes —hoy en estado de tregua— en los hechos, desde hace ya tiempo, el Congreso de Intendentes no solo representa los intereses del conjunto sino que ha fomentado, y de hecho funcionan, instancias regionales de coordinación.

No se advierte, entonces, un problema grave que requiera solución. Y la propuesta conlleva serios riesgos. Si se superponen las provincias-regiones a los Departamentos, sufriremos los procesos de burocratización y debate de competencias que se ve en Europa. Si se piensa en subsumir las actuales Intendencias en las nuevas Provincias, se chocará contra el natural sentimiento de la gente. ¿Alguien cree, por ejemplo, que Salto y Paysandú estarían dispuestos a perder sus intendencias en beneficio de la Provincia del Litoral? ¿O Maldonado y Rocha? Plantear la pregunta es responderla. Siendo entonces inviable ese camino, solo quedará el de acumular y superponer y eso no lo vemos beneficioso.

Hemos respetado propuestas que distinguidos correligionarios hicieron en su tiempo, pero nunca nos convencieron demasiado. Respetamos también la inquietud de la Senadora, pero mucho menos nos convence cuando se están requiriendo cambios institucionales muy importantes, como en la educación, pero no en el ámbito planteado.




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