Barcelona, una larga historia

Por Julio María Sanguinetti

Una vez más, el mundo se sacude ante el horror del ciego terrorismo de los yihadistas islámicos. Como es natural, las emociones dominan. Y desde ese ángulo se viven visiones que en ocasiones pecan de simplismo, en otras de prejuicios, sin que falte tampoco algún reflejo ideológico.

Hay que partir de la base de que el conflicto entre el Islam y el Occidente es un larguísimo periplo, que se inicia con el comienzo mismo de la doctrina de Mahoma, en el siglo VII, cuando los musulmanes hacían la yihad contra los cristianos y éstos lanzaban las Cruzadas en busca de la Tierra Santa. En los años siguientes fue creciendo el Islam y así el Califato conquistó España, desarrollando una poderosa civilización que incluía avances notables en la ciencia y la agricultura. Fueron ocho siglos de lucha, porque desde el primer momento la cristiandad inició su reconquista, que terminaría en 1492, el año en que España llegaba a América. (Para nuestra desgracia, en ese momento los Reyes Católicos expulsan a los árabes y también a los judíos, con lo que no quedaron ni los agricultores ni los profesionales).

Luego de esa derrota, el Islam reaparece a través del ejército otomano, que conquista Constantinopla en 1453 y no cesa de avanzar. En 1529 llega hasta las puertas de Viena, es rechazado, pero en 1683 nuevamente lo intenta. En cierto modo será considerada una batalla final la de Lepanto, en octubre de 1571, en que nuestro Cervantes perdió el brazo, cuando las fuerzas coaligadas de los reinos cristianos derrotan a la flota de Solimán el Magnífico. Que no fue final lo dicen las noticias de estos días.

Bueno es recordar también que solo unos meses después los cristianos se enfrentaban entre sí y la Noche de San Bartolomé, en agosto de 1572, en París, vivió una matanza multitudinaria de protestantes a manos de católicos.

No intentamos, naturalmente, recorrer en estas breves páginas toda la historia de estos enfrentamientos. Lo que queremos mostrar es la antigüedad de este pleito, la profundidad de la rivalidad, especialmente a partir de que Occidente prosperara de manos de la ciencia y se fuera secularizando la vida civil. Hoy las potencias islámicas poseen enormes riquezas, pero un desarrollo infinitamente inferior al de Occidente, motivo de fondo de esa emigración constante de gente empobrecida.

Hasta no hace mucho, se pretendía reducir este enfrentamiento al conflicto Israel-Palestinos, con una visión ideologizada que, partiendo del mundo socialista, apostrofaba a Israel. Hoy nadie puede dudar de que ese es apenas un capítulo de esta voluntad expansiva del mundo islámico, que va mucho más allá. La guerra es contra los valores occidentales, que desde el Renacimiento fueron construyendo una sociedad tolerante.

Naturalmente, no todos los musulmanes participan de ese espíritu violento. Pero no se puede ignorar que todos los terroristas son islámicos y matan y mueren invocando a Alá, como expresión de desprecio a este Occidente al que ven decadente por sus libertades, sus derechos humanos, su emancipación de la mujer y gobiernos civiles que se manejan con sus leyes y no las religiosas, practicadas a su modo por cada uno.

No olvidemos que en el mundo cristiano, desde siempre, Estado y religión son órbitas distintas, desde que la palabra bíblica establece que “al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Principio que desarrollaría más tarde San Agustín de modo luminoso. El Corán, en cambio, establece la indivisibilidad de la ley de Dios y aunque haya algunas lecturas pacíficas del texto sagrado, el punto de partida es muy distinto.

El desafío entonces está en el orden de las creencias religiosas y ello lo hace particularmente complejo. Tanto como que ahora la división la tiene el mundo islámico donde chiitas y sunitas disputan supremacías y los enfrentamientos entre ellos son un laberinto de lealtades cruzadas.

Es obvio que Occidente tiene que defenderse con las armas en la mano. No puede haber remilgos ni tonterías sensibleras. La guerra es dura y sacrificada y hay que asumirlo. Pero también está claro que no alcanza con esa respuesta, porque mientras haya sectores religiosos que, aun en Occidente, preconicen su destrucción violenta, es difícil generar un clima de convivencia. Algo auspicioso ha aparecido y son algunas manifestaciones pacifistas de grupos islámicos en España. Son expresiones todavía tímidas, que hay que estimular. Así como hay que enfrentar, clara e inequívocamente, a los mensajeros del odio, que radicalizan muchachos haciéndoles sentir una humillación que no se compadece con la apertura de un Estado democrático europeo que a todos les ha dado la misma educación que a sus hijos. En ese ámbito, quizás las otras iglesias, la católica, la protestante, puedan ayudar acercándose a sus colegas islámicos, para cercar a los fanáticos, nuestros enemigos. Repitámoslo, “nuestros enemigos”, como nos lo dicen ellos a los gritos y cuchillo en la mano.




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