A sus lúcidos 91 años, Ida Vitale acaba de ser galardonada con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Ya había obtenido antes, en México, el Octavio Paz y el Alfonso Reyes y si bien lo premios no son quienes acuerdan mérito, en el plano de la poesía adquieren valor singular al poner en la escena un género que, desgraciadamente, no es el más popular en nuestros días.
La trayectoria de Ida es ampliamente reconocida en el mundo literario, tanto latinoamericano como norteamericano y europeo. Pertenece a una gran generación literaria uruguaya (Onetti, Maggi, Benedetti, Martínez Moreno) que también en la poesía la dio a ella, a Líber Falco, a Amanda Berenguer y a Idea Vilariño, entre otros. Un poco genéricamente se le ha llamado Generación del 45 y ello habla de un momento del país inquieto y creativo. Todos ellos siguieron derroteros distintos, por razones a veces políticas, en ocasiones profesionales. En el caso de Ida, casada primero con Ángel Rama y luego —hasta hoy— con el reconocido poeta Enrique Fierro, ha desarrollado una gran actividad en México y los EE.UU., donde sigue dando clase en la Universidad de Austin.
Como la mayoría de sus coetáneos, muy joven ya se destacó con La Luz de la Memoria (1949) y Palabra Dada (1959). A partir de ese momento fue su obra copiosa y abarcó también la crítica literaria, el ensayo y —como ya va dicho— la docencia. En todos esos ámbitos mostró singularidad, sutileza, enorme elegancia y sobriedad de estilo, para alcanzar el nivel de una voz mayor de nuestra cultura iberoamericana, como se le proclama ahora desde España.
